Andrómeda recorría los campos con una sonrisa.
Es una forma muy extraña de empezar, pero confíen; entenderán más adelante, solo hay que retroceder unos años en la historia.
Andrómeda venía de una gran familia. La familia Real de Mugrant, su castillo llenaba el lado este del reino. Y su gente, se había acostumbrado a verla pasear sin escoltas. Adoraban a su Princesa, era común verla con vestidos ligeros y florales, completamente opuestos al rojo monótono que usaba su familia en eventos. Pocos notaban lo diferente que era de los reyes y príncipes, lo mucho que desentonaba de la perfección.
Entre ellos, estaba nuestro complemento. Un joven escudero, hijo de un simple general. La veía siempre, cada día notaba algo nuevo. Si tenía el cabello suelto lo usaba para tapar sus ojos tristes, si vestía de azul quería correr libre y el más fascinante (A sus ojos, al menos) era la obsesión con las flores, siempre tenía una de ellas. Muchas veces estuvo tentado a darle una rosa e irse antes de que la Princesa lo alejara y antes de pensarlo bien, se encontraba más y más cerca. Ansioso de beber de ella.
Queriendo saber cómo era su voz, su aroma, si sus labios eran tan dulces como su mirada.
Y para gusto de este espectador...
La Princesa Andrómeda lo miró por primera vez, como si supiera todo de él, quizás así fuera. Quizás el joven escudero fuera la única razón para ir al mercado o quizás sentía que lo conocía de toda una vida antes.
Solo quizás, a algunos nos gusta pensar eso cuando conocemos a la persona ideal.
En una tarde calurosa y seca. Ella decidió acercarse. El escudero ahogó un grito, susurrando su título con añoro: Princesa
La Princesa Andrómeda le miró ocultando la incomodidad de su título, con sus ojos claros y despejados como un mar abierto. No dijo nada (Yo considero que no lo necesitaba aun si pudiera profesar algo) y le dio un tulipan amarillo. Un gesto inocente, para algo tan efímero y dulce.
La siguiente vez que se vieron, él escudero fue quien trajo un girasol. Así pasaron años, viéndose y amandose sin voz y con pasión. Hasta que la guerra golpeó al reino y arrastró a todos a una época de desolación, donde la traición se esparció lentamente como un parásito.
Para ese entonces. La Princesa Andrómeda seguía siendo ella misma y el joven escudero: Su más fuerte guardián.
La amistad se fue alterando y con ello la evolución de su amor.
El Guardián quería saber porque la Princesa jamás emitía palabra, había escuchado decenas de rumores a los que ella solía responder con una vaga sonrisa; así que armándose de valor, la citó en un campo lleno de flores, con la guerra atacando el trono, el cual pendía del hermano mayor de Andrómeda, el Príncipe Edmund, ahora Rey Edmund el Valeroso. Con ello, las responsabilidades de ambos dieron un giro. Andrómeda actuaba como un agente silencioso, brindando sonrisas a la gente y luz a los soldados, en especial a su preferido, quien no dudaba en interponerse entre su Princesa y la muerte.
Y aquí, querido lector. Retomamos nuestro comienzo.
En un reino muy muy lejano. Había una feroz guerra, la cual se había llevado a los reyes de Mugrant, un sólido reino donde el oro y las bellezas eran algo cotidiano, tan usual que lo podías ver en todos lados, una tierra tan rica y con monarcas leales a su pueblo, capaz de ceder hasta el último suspiro por tenerlos felices. Y en medio de ese conflicto, un joven soldado cortejaba entre las penumbras de Mugrant a la Princesa de su patria, quien recorría los campos de flores para ver a su fiel combatiente.
A quién por fin le confesaría el secreto de su silencio. Un papel arrugado permanecía cerca de ella, envuelto en sus manos pálidas y llenas de marcas rosadas. Ataviada en un sencillo vestido rosa, la corona se encontraba escondida entre sus faldas, como símbolo de su discreción y la prohibición de su salida.
Cuando lo vio su corazón estalló, como un dulce chispeante, tronando en sus labios y deleitando sus oídos con fuegos imaginarios, llenando de calidez y felicidad su estómago. Las penumbras de Mugrant gritaron "Cuidado". La Princesa Andrómeda no las pudo escuchar y siguió con la cabeza en alto, parecía flotar entre las flores con una gran sonrisa.
El Soldado sintió su corazón acelerarse, la anticipación por lo que sucedería estaba corriendo por sus venas, dilatándose en sus ojos al ver la grácil figura de su amada Andrómeda. Avanzó para encontrarse con ella, como símbolo de amor, una rosa amarilla reposaba en sus manos, aunque cualquiera que supiera que significaban esas rosas ya habría escuchado el eco de los gritos desesperados de su servidor.
Y ahí, en esa noche estrellada y fría, su más grande y fiel Soldado atravesó su corazón con un roce letal, la deshizo entre sus manos, apretó el puñal de una forma tan suave como una caricia, casi un beso. Una declaración de rendición ante la inminente pérdida.
Las penumbras de Mugrant fueron testigos de cómo el inocente amor se fue consumiendo con las llamas de la codicia, de una forma tan sigilosa como el veneno en una manzana.
Y este humilde espectador vio el final de una gran historia de amor y traición, derramándose lentamente sobre el amarillo de las flores que dieron inicio a este plan, sin poder hacer nada para ayudar a esa joven princesa, quedandose hasta el final, viendo como el calor abandonaba sus mejillas y el brillo tenue de sus orbes se fue apagando. Y cuando el Soldado sacó el puñal de su pecho, vio la nota entre las frías manos de Andrómeda.
Cuando terminó de leerla, se sintió desfallecer. Cayó de rodillas y gritó al cielo, lleno de arrepentimiento y dolor, clamó el nombre de Andrómeda tantas veces que perdió la cabeza.
Cuando el dolor menguo, se levanto y miro lo que había hecho. Algo tan monstruoso, tan bajo y tan necesario. Y aún no terminaba, se arrodillo ante ella y deposito un suave beso en sus labios, casi queriendo darle su aliento para que ella regresara. Y antes de pensarlo, clavo el puñal una vez más, abriendo su pecho para tomar su corazon, estaba helado, quiso volver a gritar; pero solo se puso de pie y con la sangre aun goteando, abandono esas colinas, dejando el cuerpo de Andrómeda a merced de la tempestad que pronto vendría.
Caminó hacia el castillo del Rey Edmund, los guardias lo dejaron pasar, guardando las miradas de odio que sabía que se merecia. Arrodillandose hacia su Rey, tendio el corazón que alguna vez latio por todos y cada uno de los presentes. Edmund tomó el corazón de su amada hermana y miro con severidad al Soldado, pasandole el órgano a su otra hermana. La mujer le sonrió, felicitando su buena obra.
Andrómeda había tenido tantos secretos y uno de ellos, era tan letal que después de quitarle la libertad para callarla, terminaron por necesitar quitarle aún más, aquello que más temía y amaba, habían usado el cariño creciente que ella sentía por vivir para matarla en vida, quisieron extinguir el fuego cuando la Princesa jamás lo había sido.
Aquella dulce joven era como el mar en medio de una tormenta, tan sonora que te priva del oxígeno, tan fuerte que te deja a la deriva y tan audaz como la brisa.
Su humilde servidor había vigilado a Andrómeda desde el momento en que sus vestidos rojos pasaron a azules, en la búsqueda de una libertad que jamás podría ganar, no había más que hacer que concederle ese deseo, el arrebatarle la vida fue egoísta, llevarme a alguien tan viva me hizo sentir muerto, llevarla después de años de tratar de no hacerlo me desbarató.
El eco de su aroma me llevó a recordar la primera vez que la visite, el aroma a sangre danzaba alegremente en la habitación, contrastando con el azul de las paredes, encajaba tan perfecto con la mirada pérdida de Andrómeda, su figura parecía superflua ahora que me la llevaba.
Partí con ella sin mirar atrás, ignorando la tormenta que atrajo el haberla hecho amar hasta la muerte.
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Las Penumbras de Mugrant
Short StoryY aunque ellas advirtieron, ella no las escucho y caminó hacia su fiel combatiente