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Martin estaba en pie, observando el corazón en sus manos, bañado en sangre caliente y negándose a mirar el cadáver de Jacinto

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Martin estaba en pie, observando el corazón en sus manos, bañado en sangre caliente y negándose a mirar el cadáver de Jacinto. La realidad de lo que había hecho le golpeo con fuerza, ni siquiera podía ponerse a reflexionar porque se había atorado en la idea de que acababa de transformarse en un asesino.

A su lado su padre estaba dando un discurso, Martin no lo estaba escuchando, pero si lo hubiera hecho se habría dado cuenta de lo mucho que le estaba costando actuar con dignidad. El tener que asistir a su hijo, su futuro heredero, en su iniciación era una vergüenza difícil de superar. Las miradas del público eran críticas y seguramente sus familiares comenzarían a hablar sobre lo débil que era el hijo de Arturo Valdivieso, quien no pudo matar a su presa de buenas a primeras.

Martin recordó entonces lo acostumbrado que estaba a despellejar animales, su padre le enseñó a cazar desde muy temprana edad, le había mostrado los principios de aquel arte y le había ayudado descuartizar venados hasta que se convirtió en un acto natural. A él no le gustaba la caza, de hecho, odiaba tener que verse envuelto en un acto tan violento, la primera vez que su padre le obligó a matar a un animal fue a los doce años y aunque lo hizo perfectamente, cuando cayó la noche se encerró en su habitación y se puso a llorar como un bebé. Pero continuó cazando, porque era una tradición y porque su padre era feliz cuando toda la familia salía y era él quien regresaba con la presa más grande.

El único momento en el que Arturo Valdivieso lo había felicitado por su desempeño era cuando salían al bosque. Las montañas que rodeaban el pueblo estaban llenas de buena caza, pero una cosa era fingir que no te importaba matar un venado y llorar cuando estabas a solas, a tener que fingir que no te importaba arrancarle el corazón al chico que había revolucionado tu mundo apenas un par de semanas atrás. Martin estaba sin respiración, hundido en una niebla que no le permitía asentar en el aquí y ahora. Por un segundo se quedó en blanco, hasta que algo tembló en su mano.

Bum.

Bum.

Bum.

Aquel corazón se estaba moviendo, lo hacía lentamente al principio, de modo que casi pensó que se trataba de su imaginación jugándole una mala pasada, pero luego de varios segundos observando aquel órgano rojo que descansaba en su mano, notó lo hacía en un ritmo muy familiar.

Era un latido.

Martin levanto la vista, observando a Jacinto sin poder contenerse, su cuerpo todavía permanecía inerte, pero ¿Por qué su corazón latía? ¿Acaso se estaba volviendo loco? Ladeo el rostro sin comprender lo que estaba pasando, hasta que Jacinto movió el dedo índice en un gesto reflejo. Consternado ladeo el rostro, la noche ya era lo suficientemente extraña como para que de repente comenzara a alucinar con cadáveres que se movían.

De inmediato notó que las cadenas que aprisionaban a Jacinto estaban unidas por una especie de candado sobre su pecho, que al mismo tiempo se sostenía de dos aros de hierro que estaban atornillados dentro del ataúd. Un poco atontado por todo lo que estaba pasando, Martin hizo lo que creyó correcto, arrebatándole la daga a su padre con la mano derecha y estampándola contra uno de los aros, el cual se desprendió de la madera con una facilidad sorprendente.

Muerte que vuelves (+18)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora