Parte I

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                                                                                   𝒫𝓇𝒾𝓂𝒶𝓋𝑒𝓇𝒶

Era el martes de carnaval. Louis acababa de entrar en el corso, ya al
oscurecer, y mientras deshacía un paquete de serpentinas, miró al
carruaje de delante. Extrañado de una cara que no había visto la tarde
anterior, preguntó a sus compañeros:

--¿Quién es? No parece feo.

--¡Un demonio! Es hermosísimo. Creo que sobrino, o cosa así, del doctor Styles. Llegó ayer, me parece...

Louis fijó entonces atentamente los ojos en la hermosa criatura. Era
un chico muy joven aún, acaso no más de dieciseis años, pero
completamente núbil. Tenía, rizos en el cabello un tanto oscuro, un rostro de
suprema blancura, de ese blanco mate y raso que es patrimonio
exclusivo de los cutis muy finos. Ojos verdes, largos, perdiéndose
hacia las sienes en el cerco de sus negras pestañas. Acaso un poco
separados, lo que da, bajo una frente tersa, aire de mucha nobleza o
de gran terquedad. Pero sus ojos, así, llenaban aquel semblante en
flor con la luz de su belleza. Y al sentirlos Louis detenidos un
momento en los suyos, quedó deslumbrado.

--¡Qué encanto!--murmuró, quedando inmóvil con una rodilla sobre al
almohadón del surrey. Un momento después las serpentinas volaban hacia
la victoria. Ambos carruajes estaban ya enlazados por el puente
colgante de cintas, y el que lo ocasionaba sonreía de vez en cuando al
galante muchacho.

Mas aquello llegaba ya a la falta de respeto a personas, cochero y aún
carruaje: sobre el hombro, la cabeza, látigo, guardabarros, las
serpentinas llovían sin cesar. Tanto fue, que las dos personas
sentadas atrás se volvieron y, bien que sonriendo, examinaron
atentamente al derrochador.

--¿Quiénes son?--preguntó Louis en voz baja.

--El doctor Styles; cierto que no lo conoces. La otra es la
madre de tu chico... Es cuñada del doctor.

Como en pos del examen, Styles y la señora se sonrieran
francamente ante aquella exuberancia de juventud, Louis se creyó en el
deber de saludarlos, a lo que respondió el terceto con jovial
condescendencia.

Este fue el principio de un idilio que duró tres meses, y al que Louis
aportó cuanto de adoración cabía en su apasionada adolescencia.
Mientras continuó el corso, y en Concordia se prolonga hasta horas
increíbles, Louis tendió incesantemente su brazo hacia adelante, tan
bien, que el puño de su camisa, desprendido, bailaba sobre la mano.

Al día siguiente se reprodujo la escena; y como esta vez el corso se
reanudaba de noche con batalla de flores, Louis agotó en un cuarto de
hora cuatro inmensas canastas. Styles y la señora se reían,
volviéndose a menudo, y el joven Harry no apartaba casi sus ojos de Louis.
Este echó una mirada de desesperación a sus canastas vacías; mas sobre
el almohadón del surrey quedaban aún uno, un pobre ramo de
siemprevivas y jazmines del país. Louis saltó con él por sobre la
rueda del Surrey, dislocándose casi un tobillo, y corriendo a la
victoria, jadeante, empapado en sudor y el entusiasmo a flor de ojos,
tendió el ramo al joven. El buscó atolondradamente otro, pero no
lo tenía. Sus acompañantes se rían.

--¡Pero loco!--le dijo la madre, señalándole el pecho--¡ahí tienes
uno!

El carruaje arrancaba al trote. Louis, que había descendido del
estribo, afligido, corrió y alcanzó el ramo que el joven le tendía,
con el cuerpo casi fuera del coche.

Louis había llegado tres días atrás de Buenos Aires, donde concluía su
bachillerato. Había permanecido allá siete años, de modo que su
conocimiento de la sociedad actual de Concordia era mínimo. Debía
quedar aún quince días en su ciudad natal, disfrutados en pleno
sosiego de alma, si no de cuerpo; y he ahí que desde el segundo día
perdía toda su serenidad. Pero en cambio ¡qué encanto!

--¡Qué encanto!--se repetía pensando en aquel rayo de luz, flor y
carne masculina que había llegado a él desde el carruaje. Se reconocía
real y profundamente deslumbrado--y enamorado, desde luego.

¡Y si él lo quisiera!... ¿Lo querría? Louis, para dilucidarlo,
confiaba mucho más que en el ramo de su pecho, en la precipitación
aturdida con que el joven había buscado algo para darle. Evocaba
claramente el brillo de sus ojos cuando lo vio llegar corriendo, la
inquieta expectativa con que lo esperó, y--en otro orden, la morbidez
del joven pecho, al tenderle el ramo.

¡Y ahora, concluido! Él se iba al día siguiente a Montevideo. ¿Qué
le importaba lo demás, Concordia, sus amigos de antes, su mismo padre?
Por lo menos iría con el hasta Buenos Aires.

Hicieron, efectivamente, el viaje juntos, y durante él, Louis llegó al
más alto grado de pasión que puede alcanzar un romántico muchacho de
18 años, que se siente querido. La madre acogió el casi infantil
idilio con afable complacencia, y se reía a menudo al verlos, hablando
poco, sonriendo sin cesar, y mirándose infinitamente.

La despedida fué breve, pues Louis no quiso perder el último vestigio
de cordura que le quedaba, cortando su carrera tras él.

Volverían a Concordia en el invierno, acaso una temporada. ¿Iría él?
"¡Oh, no volveré yo!" Y mientras Louis se alejaba, tardo, por el
muelle, volviéndose a cada momento, el, de pecho sobre la borda, la
cabeza un poco baja, lo seguía con los ojos, mientras en la planchada
los marineros levantaban los suyos risueños a aquel idilio--y al a
camisa de color azul, del tiernísimo novio.

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