Segundo relato: Descanso

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Estoy en medio de un escenario desgarrador, atrapado en las fauces de la Primera Guerra Mundial. Las trincheras se han convertido en nuestro oscuro refugio, pero también en el epicentro del horror. El olor a pólvora, a humo y a muerte impregna el aire, haciéndolo casi irrespirable.

En una avanzadilla en el frente ruso, el caos es absoluto. La neblina envuelve el campo de batalla, añadiendo una capa más de desolación a este infierno terrenal. El estruendo de las explosiones se mezcla con los lamentos de los heridos, una sinfonía macabra que resuena en mis oídos y se graba en mi memoria para siempre.

La artillería enemiga no da tregua, convirtiendo la tierra en un paisaje lunar marcado por cráteres humeantes. El suelo tiembla bajo mis pies, los gritos y el estruendo forman una cacofonía que amenaza con desgarrar mi cordura. Los rostros desfigurados por el miedo y la angustia de mis compañeros me enfrentan a la cruda realidad de la guerra.

Mi fusil se vuelve una extensión de mi ser, mis manos tiemblan al sostenerlo. No solo lucho contra el enemigo que se presenta frente a mí, sino también contra los demonios que acechan en mi mente. El caos y la brutalidad de esta contienda me sumergen en una espiral de desesperación y desasosiego.

Entre momentos de relativa calma, observo a mi alrededor: cuerpos inertes, algunos conocidos, otros solo rostros fugaces en esta pesadilla. La tierra se ha teñido de carmesí, una pintura macabra que nos recuerda constantemente el precio de esta guerra.

En este infierno, anhelo un respiro, un atisbo de paz en medio del caos y el sufrimiento que nos consume a todos. Mis ojos buscan desesperadamente un horizonte que prometa algo más que la perpetua violencia en la que estamos sumidos.

Estábamos en medio de una retirada cuando un estruendo ensordecedor nos sorprendió. La avanzadilla en la que me encontraba fue emboscada. Las balas silbaban a mi alrededor mientras intentaba refugiarme, pero la confusión reinaba y el caos era absoluto. De repente, todo se volvió borroso.

Cuando recobré la conciencia, estaba rodeado por soldados enemigos. Mi pulso se aceleró, y un nudo en el estómago me recordó la gravedad de mi situación. Fui capturado, y la incertidumbre se apoderó de mí. La idea de lo que podría enfrentar en manos del enemigo me aterraba.

Me llevaron a un lugar desconocido, a un rincón inhóspito que olía a humedad y a miedo. Las paredes parecían susurrar historias de sufrimiento y desesperación. El interrogatorio fue brutal, pero lo peor vino después. Los días se convirtieron en una sucesión de tortura y desesperanza. Cada momento era una lucha por mantener la cordura, por aferrarme a cualquier atisbo de humanidad que quedara en mí.

Las palizas se volvieron rutina, y la sensación de impotencia se grababa en mi piel con cada golpe. La oscuridad y el aislamiento se convirtieron en mis compañeros más cercanos. Había momentos en los que la esperanza se desvanecía y solo quedaba la resignación.

A pesar del sufrimiento, encontré la fortaleza para resistir. La fe en volver a casa, en reunirme con mi familia, fue mi ancla en medio de aquel mar de desesperación. Cada día era un desafío, pero aferrarme a esos pensamientos me dio la fuerza para seguir adelante, a pesar de todo.

Después de una larga lucha y en medio de la confusión de un ataque imaginario, encontré refugio en una trinchera vacía. Allí, agotado y desorientado, me sumergí en un estado de paz incierto. Fue en ese instante que los médicos, con compasión y cuidado, me abordaron suavemente.

Las palabras se entremezclaban con la neblina de mi mente, pero poco a poco su significado se abría paso. Hablaban de un lugar diferente, uno que no estaba marcado por la guerra ni la violencia. Era un lugar de cuidado y comprensión.

Con suaves inyecciones, la oscuridad comenzó a envolverme, no como la de la guerra, sino como un suave manto que me acunaba. Sentí cómo mis párpados se volvían pesados y la calma empezaba a inundarme. Me deslicé hacia la inconsciencia, no como un escape, sino como un verdadero descanso.

Desperté en una habitación tranquila, la luz tenue filtrándose por las cortinas. Los rostros preocupados hablaban en tonos calmados a mi alrededor. Uno de los médicos se acercó y, con una voz suave, explicó que por fin estaba descansando, que habían logrado calmar las tormentas que asolaban mi mente.

Me miraron con compasión, no como a un soldado que escapaba de la guerra, sino como a alguien que había encontrado la paz. La realidad dolorosa de mi condición comenzó a emerger, pero esta vez, en lugar de enfrentarme a la guerra, me encontraba en un refugio, lejos de las trincheras mentales que me habían consumido durante tanto tiempo.

Y así, con la certeza de que estaba en el lugar correcto, me dejé llevar por la serenidad de aquel momento. Por primera vez en mucho tiempo, pude sentir el peso de mis párpados sin la carga de la ansiedad. El descanso, finalmente, había llegado.

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