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Era la vigésima noche de la tercera luna del año, cuando un lastimero grito rompió la tranquilidad que reinaba sobre la Fortaleza Roja, alertando a los sirvientes que la princesa Rhaenyra había entrado en trabajo de parto

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Era la vigésima noche de la tercera luna del año, cuando un lastimero grito rompió la tranquilidad que reinaba sobre la Fortaleza Roja, alertando a los sirvientes que la princesa Rhaenyra había entrado en trabajo de parto.

La joven Targaryen se encontraba recostada sobre su lecho mientras sentía como las fuertes contracciones invadían todo su ser, sacudiendo todo su cuerpo. Estaba emocionada e impaciente por conocer al nuevo integrante de su familia, pero, al mismo tiempo, se encontraba aterrorizada, pues el ritmo del parto era tan diferente a cuando tuvo a su hijo mayor, Jacaerys.

Su vista se encontraba fija en el techo, su rostro se transformaba cada vez que sentía una contracción, el dolor era intenso, agudo. Un dolor que emergía en su interior, expandiéndose sobre su vientre, presionaba su estomago y le cortaba la respiración. Era incapaz de pensar o de respirar, solo sentía un dolor inmenso. Por primera vez en mucho tiempo, la princesa recordó los embarazos de su difunta madre, y, comenzó a sentir miedo. Miedo de perder a su hijo o de morir durante el parto y dejar solo a su primogénito.

— Maldita sea...- se quejó; maldecía la hora de la procreación de aquel ser que lo único que pretendía era librarse de su encierro angustioso y asfixiante.

La comadrona, quien se había mantenido al pendiente, se acercó a ella, examinó sus partes intimas y decidió que la expansión de ésta era más que suficiente para que el nacimiento ocurriese; pero las contracciones eran cada vez más continuas, el dolor era tan insoportable que parecía que le desgarraba las entrañas por dentro, aquello le estaba destruyendo cualquier atisbo de racionalidad en Rhaenyra que, asustada, estaba cayendo presa del pánico.

Deseaba tanto que Harwin o Laenor se encontrasen ahora mismo a su lado. Necesitaba alguien en quien apoyarse.

— Princesa, tiene que apretar fuerte hacia afuera si siente ganas de hacerlo...- le indico con tranquilidad la anciana mujer.

«¿Cómo no voy a tener ganas de hacerlo?», pensó la de cabellos platinados. Estaba cansada y sudorosa, y, aquella condenada criatura la estrujaba desde su interior, peleaba desde dentro por salir a la luz.

— Puje, puje...- le indicó una voz, la cual ella escuchaba como un eco que martilleaba sus oídos, ella empujaba con toda su fuerza, una fuerza que no sabía que tenía, mientras una de sus damas acariciaba su mano como si fuese ella la que estaba pariendo.

Sintió un fuego abrasador en sus entrañas, la princesa resoplaba y lloraba, las fuerzas comenzaban a abandonarla.

— Respire princesa, con calma- intentó guiarla su dama para relajarla.

La princesa intento respirar, tal y como se lo indicaba la mujer, pero la presión no disminuía ni desaparecía. 

— No puedo más...- gimoteó.

— Empuje un poco más- dijo la partera con un tono de voz casi maternal.— Vamos, princesa, un ultimo esfuerzo.

Una fuerte sacudida la envolvió, con una fuerza siniestra, el bebé se precipitó hacia fuera, arrancándole un gran aullido. 

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