Capítulo 1: Día 6

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—¿Pero quién no tiene una pistola en un cajón de su mesita de noche?

Las risas brotaban al ritmo de la caída de las últimas hojas de árboles cercanos. Esos momentos eran los únicos en los que la muerte podía entrecruzarse con los chistes y pasar desapercibida.

Algunos chistidos intentaron censurar el jolgorio, pero las voces conseguían hacerse paso sin obstáculo por el silencio.

—La primera vez que yo vi a uno estaba acojonado. Mi primer impulso fue agarrar un cuchillo de la cocina, donde estaba desayunando. ¡Maldito bicho, que me hizo dejar mi tostada!

—¡Pues el primero que maté yo tenía tres filas de dientes afilados! Lo dejé clavado en la pared con una plancha. ¡Una pena que mi suegra siguiese durmiendo en el salón!

—¡Anda ya, mentiroso! Si tú no tienes parienta y el único animal que has matado es a una lagartija. ¡Y porque te la di yo recién hecha del fuego cuando seguíamos esperando a cruzar las rejas de este pueblo!

Las historias se amontonaban como un tótem que crecía con cada intervención. Los nombres se confundían, se compartieron botellas y se olvidaron de sus hazañas. Joel y yo disfrutamos absorbiendo todos aquellos conocimientos y nuestras ganas de aventura rozaban las nubes.

Todo era cierto para nosotros. Las mentiras se convirtieron en un vaso de plástico más que llegaba a ser una obra de arte pero, al fin y al cabo, acababa desechado con el tiempo. En nuestras mentes se forjó un libro a la altura de los grandes clásicos que recopilaba todas esas vivencias, bebidas o no, y solo le faltaba ser escrito. Y protagonizado.

—¿Cómo os defendéis ahora? —Quiso preguntar Joel. Es curioso cómo una interrogación puede cambiar la trama de una vida. Se hizo el silencio.



—No tenemos armas. —La vuelta repentina a la realidad bajó el alcohol de las mentes y a las personas de las nubes. Fruncí el ceño.

—¿No tenéis armas? —Mi primera intervención resultó un tanto ofensiva, quizás por el tono burlesco con el que me salió.

— Nos las quitaron al cruzar la reja porque aquí estamos a salvo. O eso es lo que dicen. La verdad es que me siento algo desprotegido. Tengo entendido que ya han pasado otras vallas.

La decepción nubló el espacio. Fue el momento en el que las miradas se acompasaron y coincidieron todas en el cielo. La tierra era tan aterradora que se había perdido la atención en las estrellas, que ya no guiaban a ninguna parte. Sin decir palabra, cada uno se fue levantando y desapareciendo en triángulos de tela improvisados.

—Rick, qué inoportuno eres siempre. —Joel no quería volver a casa temprano y la pregunta de su amigo parecía haber sido programada con el más preciso de los relojes. La medianoche los interrumpía con sus campanadas habituales.

—¿Y cómo iba a saber yo que los guardias no dejaban entrar armas?

—¡Porque las llevarían encima! Hay que llevar siempre encima algo con lo que defenderte, en caso de que surja algún imprevisto. ¿Tú no traes nada?

—Claro que no. No me hace falta. Estoy preparado para cualquier situación, ¿recuerdas?

Joel soltó un bufido.

—Pues recuerdo que me acabo de dejar el abrigo. Dame un segundo, Rick, ahora vuelvo.

Mi torpeza encendió tanto la molestia de Joel que no se dio cuenta de que llevaba un rato temblando. Aceleró un poco el paso y la vi parada junto a una de las tiendas de campaña. A los pocos minutos volvió corriendo, sin su abrigo.

—¡Rick! No te vas a creer lo que he escuchado. Dos personas estaban hablando de una tienda que hay en el sur donde venden todo tipo de armas y municiones. Quieren ir en los próximos días, pero no saben si estará abierto o no.

Mi sonrisa abrió un nuevo capítulo en nuestra historia.

—¿Qué excusa ponemos a nuestros padres? Estoy seguro de que el mío no me va a dejar ir ni borracho. Y menos si después tengo que preguntarle si me deja ir a la fiesta de mañana.

—Dile que vas a pasar el día en mi casa.

—No es mala idea. ¿Tienes algún mapa? Para saber dónde está exactamente esa tienda.

—Buena idea. Creo que tengo uno antiguo de la excursión que hicimos el año pasado al museo, que está también al sur.

—Paso a recogerte en diez minutos. Voy a preparar una mochila como si llevase el pijama para que mi padre se crea que me quedo a dormir. Llevo la linterna... ¿y qué más?

—Y yo el mapa. Creo que eso es todo.

—Hasta dentro de exactamente nueve minutos y treinta y dos segundos.

—Nos vemos ahora, Rick.

Si ser adolescente consistía en esto... Ese cosquilleo... deseé tenerlo siempre. 

Hojas secasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora