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El destino ha decidido hacer un pacto con la naturaleza humana, lo cual nos deja en manos de algo que ya no controlamos, aquello incapaz de cambiar. Han juntado ideales, materia y quizás un poco de escasez de esperanza para planear un perfecto plan que te obligue a considerar el sentimiento que denominamos "amor" como una increíble necesidad.

Y con increíble no caemos en la definición positiva, sino más bien negativa.

Los humanos nacerán normalmente, exceptuando la capacidad intocable, a pesar de los diversos experimentos, de no poder ver la gama de colores completa, pero si queremos sacarle la pizca de color que tiene la vida escondida, el muy considerado destino, les permite a los humanos modificar esta incapacidad con una solución natural y efectiva.

Y aquí empieza el segundo problema, por supuesto, porque la consideración del destino en realidad es otra maldita pesadilla a la que sobrevivir.

Los humanos, claramente los afortunados que cayeron en manos de su propia naturaleza haciendo pactos innecesarios, pasarán toda su vida buscando a su otra mitad. Es decir, al nacer, por cuestiones que aún somos incapaces de identificar, te asignarán una persona en el mundo que acompañará tu gama de colores en blanco y negro hasta que ambos se encuentren frente a frente. Todavía más injusto, por si no quedó del todo claro.

¿Encontrar a una persona en el mundo sabiendo que hay millones de ellas esparcidas por cada esquina?

Y como si eso fuera poca desgracia, para ser capaz de encender ese motor que le permite ver colores a ambos, deben sentir una pequeña pizca, aunque sea mínima, de amor por el otro. ¿Es eso siquiera considerado?

A lo largo de la vida, algunos afortunados seres humanos han encontrado a su alma gemela con facilidad, han coordinado por consecuencia del mismísimo destino, como si no estuviera ya lo suficientemente presente, y han sido capaz de enamorarse por completo, conociendo la gama de colores completa y dándoles nombres a aquellos tonos de grises más oscuro o más claros que los demás veían.

Mientras que otros, han muerto desgraciadamente con la incapacidad que les han dado como regalo.

Al principio, Sunoo, el chico de dieciocho años que ahora se encuentra entre cuatro paredes con sus manos en arcilla mientras escucha por sus oídos la misma canción por decimoctava vez, sentía miedo de no poder encontrar a su media mitad. De ser incapaz por siempre de no entender aquellos nombres extraños que llevaban los tonos de negro, gris o incluso blanco o de perderse a sí mismo en la locura, como ha pasado ya con otros humanos.

Las manos de Sunoo, completamente embarradas con la arcilla, se movieron con un pequeño palito de madera para poder hacer presión sobre el caparazón de su apreciada tortuga. Había comenzado hacía años en eso de la arcilla, pero las tortugas con diseños en los caparazones no era su escultura favorita.

El calor comenzó a hacer presencia en la habitación, justo al mismo tiempo que la puerta se abría y los pensamientos sobre el destino, la naturaleza humana y la mismísima balanza de la vida se veían interrumpidos con el golpe de la puerta.

-Algún día harás de esa puerta una giratoria. —Acusó el pelinegro con la frente sudada, y el cabello cayendo por su rostro y sus manos llenas de arcilla.

—No es mi culpa que esté tan vieja y gastada como para que haga un sonido tan fuerte cuando se cierra. —Niki, el chico de cabello gris oscuro, se acercó a Sunoo, sentándose detrás del mayor, chocando espaldas y mirando por la ventana abierta el exterior del colegio, mientras uno de los auriculares del pelinegro era robado para escuchar lo que sea que estaba escuchando su amigo.

Solía hacer eso todas las tardes que el mayor tenía clases de arte o cerámica, o más bien, solía hacer eso cada vez que Sunoo se quedaba más tiempo del que normalmente tendría que quedarse porque por su cabeza pasaban un tren de pensamientos que le hacían perderse dentro de su propia mente.

AeternumDonde viven las historias. Descúbrelo ahora