Misión suicida

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Si tan solo pudiera asesinarlo, nada de esto habría pasado. Ya es tarde para remediarlo, no tiene salvación. Su destino se decidió desde aquel día. Si tan solo pudiera borrar ese nefasto día en que cometió su más atroz crimen, mi mundo sería totalmente distinto. Sería mi eterno paraíso.

No importa cómo, pero debo impedir ese nefasto nacimiento, aunque me cueste mi propia vida, mi existencia misma. Por más que intento cambiar esta realidad, nada me resulta.

Un encargo del futuro

Reagan observaba las estrellas mientras se preocupaba por su futuro. Sentía que en algún momento dejaría de ser él mismo, que se convertiría en alguien oscuro y maligno. Más acertado no pudo estar, cuando de pronto vio al frente abrirse una especie de portal interdimensional, y lo más insólito emergió de él: se trataba de sí mismo, pero unos 20 años más viejo. Era su yo del futuro quien aparecía ante él. De inmediato, se reconoció. Quedó petrificado al ver esta anomalía temporal.

—Tú eres yo; y yo soy tú —le dijo Reagan del presente al del futuro—. ¿Qué haces aquí? ¿Por qué te apareces frente a mí como si nada?

Inmediatamente, Reagan del presente adoptó una actitud desafiante y bélica.

—Vine a asesinarte —dijo Reagan del futuro—. No hay otro modo. Esto ya lo he intentado incontables veces, y nada resulta.

Mientras decía estas palabras, sostenía una pistola en su mano derecha. La levantó suavemente y le apuntó en el entrecejo.

—¿Qué vas a hacer? ¿Por qué lo haces? —preguntó Reagan del presente, algo confuso y un tanto asustado. Tenía tantas dudas que pensó que podría morir sin saber nada.

—Me temo que mi tiempo se acabó. No me queda otra opción que encargarte a ti esta misión.

—Espera un momento. ¿De qué estás hablando? ¿De que tu tiempo se acabó y que ahora me corresponde a mí cumplir tu misión? No entiendo nada. ¿No ibas a matarme? ¿Por qué no lo haces y ya? No es que quiera morir, ni nada por el estilo, pero soy muy impaciente. No me gusta darle mucho rodeo a las cosas; tú, mejor que nadie, deberías saberlo.

—Creo que mejor te lo muestro —respondió el Reagan del futuro—. Una imagen vale más que mil palabras. Solo que no te mostraré una imagen, sino el futuro que destruimos; en tu caso, el que destruirás. Mi otro yo, el de un futuro más lejano, ya me había advertido sobre eso y no le hice caso. Ya es tarde para arrepentimientos. Lo que hice, hecho está. Pero aún tú no lo has hecho. Al menos, hay una posibilidad de salvar esta civilización. Miles de millones de personas murieron por mi causa. Llevo sobre mi conciencia el peso de aquel genocidio planetario. Por un lado, me alegro de perder aquí mi vida. Es un precio justo que debo pagar.

En un instante, como por arte de magia, el Reagan del futuro se desvaneció ante él. Al hacerlo, su memoria, sus recuerdos y vivencias de aquellos tiempos comenzaron a formar parte de Reagan del presente. De igual manera, también le dejó el dispositivo para viajar en el espacio-tiempo. La tecnología era muy avanzada para esa época; las almas de los seres humanos podían ser trasplantadas de un cuerpo a otro, e incluso a una máquina. El Reagan del futuro no desapareció del todo, pues dejó su esencia en un microchip. Es así como los dos fueron uno.

Después de ese inaudito encuentro y de ese escalofriante encargo, Reagan del presente se debatía consigo mismo: ¿Podré hacerlo una vez que tenga la oportunidad? Lo tendré enfrente. Yo seré su salvación, aunque él no lo entienda; nadie lo entenderá, solo yo. Ante los ojos de los que estén ahí presentes, seré el ser más ruin y malvado que jamás hayan imaginado. Nunca nadie ha cometido un asesinato de tal índole. Yo debo hacerlo... Es por mi bien y por el suyo.

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