VIII

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Estaba rezando cuando Sofía le llevó la noticia.

Había aprendido a orar de chiquita; todos los domingos, su mamá la llevaba a la iglesia —a ella y a su hermano— para dar gracias a Dios y para recibir el cuerpo de Cristo.

Siempre tuvo fascinación por las plegarias. Creía que las palabras se elevaban con el viento y que llegaban a oídos de Dios y de los santos, según a cuál se le pidiera.

Rezar la hacía sentir escuchada, porque nadie en el mundo terrenal parecía prestar atención a lo que tenía para decir.

Su vida no era mala y por eso daba las gracias. Aunque sí había recibido algunos golpes en el alma que la marcaron para siempre y que la llevaron a convertirse en la mujer estricta y contestataria que, de joven, jamás se había animado a ser.

Rezó en el colegio católico, por el bienestar de sus amigas.

Rezó cuando su papá murió a temprana edad y solo quedaron ella, su hermano y su madre.

Rezó al tocar las primeras teclas del piano heredado de su padre, acción que la llevó a soñar con convertirse, algún día, en concertista.

Rezó durante su primer y último concierto, frente a un público que la aplaudía y que la alentaba a emprender una carrera musical.

Rezó cuando las deudas abordaron a la familia y su hermano vendió el piano —sin consultarle siquiera—, y ella solo se limitó a agachar la cabeza.

Rezó cuando le extirparon la ilusión de ser alguien en la vida, debiendo resignarse al destino al que, como toda mujer, estaba sentenciada.

Rezó cuando su futuro marido la eligió, entre tantas otras, para formar una familia.

Rezó cuando tuvo a su primera y única hija.

Y siguió rezando por el resto de sus días, para transmitirle a Sofía las bondades de elevar una plegaria y de mantenerse por siempre sumisa.

Sin embargo, tragarse las palabras solo la llevó a engordar y a sentirse insatisfecha con su vida, con su cuerpo y con su espíritu. Las crisis económicas la obligaron a tomar al toro por las astas y a convertirse en el sostén de la casa.

Y mientras su marido se ocupaba de los quehaceres domésticos cuando ella trabajaba desde bien temprano hasta altas horas de la noche, las peleas entre ambos se volvieron cotidianas, porque algo fallaba en ese matrimonio.

A partir de entonces, María del Carmen comenzó a hablar, con un decir verborrágico y violento, porque tantos años de haberse callado la llevaron a creer que estaba habilitada para decir lo que quisiera, sin importar a quien lastimaba en el camino. 

Así, lanzaba puñaladas verbales a su marido y hería de muerte a Sofía, quien había crecido tratando de sortear sus estocadas.

A la fecha, Sofía no había cumplido ninguna de las expectativas de su madre.

Al igual que ella, no había logrado ser alguien en la vida; a diferencia —y para peor—, tampoco se había casado ni tenido hijos.

Sin embargo, ahora...

María del Carmen se mantenía callada, analizando en silencio, palabra por palabra, sin entender cómo su hija había sido capaz de llegar a semejante situación.

No le entraba en la cabeza el hecho de que una mujer se acostara con un hombre por placer y no por el deber de convertirse en madre.

—Cuando tengas que hacer hijos, te va a gustar... —se animó a decirle un día, cuando Sofía anunció que se iría a vivir con Ismael... a los veintiséis.

LA CHICA DE LAS VELASDonde viven las historias. Descúbrelo ahora