II

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El diluvio se prolongó por tiempo indeterminado.

Las paredes sudaban y los relámpagos destellaban a través de las ventanas que daban a la calle. Sofía maldijo una vez más por haber olvidado el paraguas.

Pensó en salir de todas formas; total, una ducha caliente al llegar le quitaría el frío del cuerpo. Sin embargo, el granizo la hizo cambiar de opinión, por lo que se sentó a esperar a que el aguacero amainara.

Las luces parpadearon y Sofía bufó, anticipando el próximo corte de luz. No podía creer su mala suerte. Necesitaba llegar a su casa. Hacía días que el cansancio la agobiaba y los ojos amenazaban con cerrárseles. Hizo lo imposible para mantenerse despierta, cuando las palabras de su papá volvieron a instalarse en su mente.

No quería perderlos; no aún. Si bien sus padres rondaban los ochenta años, quería tenerlos con ella, al menos, una década más. Pero por más que se negara a la idea, era cierto lo que le decía. Algún día morirían y ella se quedaría sola. Ya no habría a quien visitar, con quien mirar televisión, a quién consultarle las recetas de cocina ni, mucho menos, a quién culpar por los defectos personales con los que tanto le costaba lidiar.

De repente, el extraño sabor acudió a su boca.

Metálico. 

Sangriento.

Se llevó un dedo a las encías para palpar algo distinto.

Nada.

Las luces siguieron titilando, bajo el arrullo constante de la lluvia.

Buscó en la cartera el espejo de mano. Lo abrió. Y tratando de que los ojos no se le cerraran en el intento, apuntó a su boca, buscando algún vestigio sanguinolento.

Otra vez...

Nada.

No se asombró al observar su aspecto demacrado. 

El cabello castaño y húmedo le caía espeso por debajo de los hombros, enmarcando un rostro pálido y de ojeras pronunciadas, gracias al insomnio que se había instalado en su vida como un viejo amigo que dilata una visita sin permiso.

No obstante, sí se sorprendió cuando el espejo le devolvió unos ojos más oscuros que los suyos. Pero, al querer adentrarse en sus secretos, Sofía sintió cómo todo a su alrededor se tornaba en una nebulosa sin espacio ni tiempo, y entonces el trueno impactó como una bomba y la luz se extinguió por completo.

Se incorporó de un salto, dejando caer la cartera y lo que traía adentro. Rabiando, usó la linterna del celular para iluminar el suelo y guardar los objetos desparramados. Entonces decidió que ya había esperado demasiado, y avanzó a los tumbos por aquel pasillo desolado y de puertas cerradas.

El hospital entero le daba vueltas. Quizás era el cansancio el que la hacía transitar por un mareo inoportuno, pero lo único que necesitaba era llegar a la salida.

No tenía más opción que bajar las escaleras. Para aumentar su mala suerte, la luz del celular bajó la intensidad y, al mirarlo, Sofía volvió a maldecir en voz alta: cinco por ciento de batería.

Se tomó un momento para pensar.

La vista se le apagaba y los demás sentidos se alejaban de ella misma.

Entonces abrió la puerta y miró hacia abajo.

Negro.

Descender cinco pisos a oscuras era aventurarse a la tragedia.

No podía ser tan cabeza dura; lo más sensato era buscar a una enfermera que la ayudara a estabilizarse y, una vez que volviera la luz, podría irse a su casa.

Como pudo, cerró la puerta tras de sí, y apuntó con el celular hacia los dos lados del pasillo, hasta que en uno le pareció ver a una persona deambular.

—Enfermera —alcanzó a llamar con un hilo de voz, pero la silueta continuó avanzando a paso lento y destartalado, e ignorándola por completo.

Sofía caminó hacia ella, lo más entera que pudo. El pasillo seguía dándole vueltas y la vista ya no quería acompañarla. Quizás por eso no vio el vestido blanco ondear al ras del suelo, mostrando un par de pies descalzos que levitaban.

Al percibirla, la mujer se detuvo a esperarla.

Sofía aprovechó el instante de ventaja y avanzó casi a tropezones. 

Y entonces, cuando estuvo lo suficientemente cerca, estiró el brazo para decirle con el tacto lo que la voz ya no le permitía.

Llegó a alcanzar su pelo enmarañado y la textura que hilvanaba filamentos se prendió a sus dedos. En un acto reflejo, Sofía quitó la mano y trastabilló. Mientras sentía cómo sus glúteos chocaban contra el suelo, el celular se le escapó, resbalando hasta a los pies de la aparecida. Fue entonces que la luz de la linterna dio sus últimos fulgores, suficientes para mostrar los rasgos de la mujer que se dio vuelta para abordarla.

Su rostro la trasladó a la infancia.

Guardaba idénticas facciones que la muñeca que más miedo le irradiaba.

De niña, la había bautizado la loca del manicomio, aún cuando no sabía en qué consistía la locura ni, mucho menos, qué era un manicomio.

Sin embargo, el recuerdo la intervino a flor de piel.

El altillo.

El encierro.

Y esa muñeca destinada al confinamiento eterno, como si no fuese suficiente castigo pasar una eternidad sin brazos y desnuda, lejos de miradas y de juegos, hasta que las ratas la comieran o que el tiempo la desintegrase.

Ahora, como una represalia a tantos años de maltrato, la muñeca había cobrado vida, para vengarse por fin de ella.

La mujer se agachó a su altura y abrió la boca de manera exagerada, mostrando una sonrisa de pocos dientes y emitiendo un chirrido más animal que humano, con una celeridad que no era digna de su cuerpo.

Lo último que vio Sofía antes de que se apagase el celular, fue su rostro apergaminado.

Blanco.

Cadavérico.

Sin ojos.

Ya todo era negro cuando sintió la mano helada que la sostuvo con fuerza por el mentón, obligándola a percibir su aliento putrefacto, que olía a los estertores de la muerte y que amenazaba con abrasarla a ella también.

—Lo siento, querida —la escuchó decirle y la otra mano, también gélida, se posó con lentitud sobre su vientre—. Los lobos te comerán.

Las luces se encendieron de repente.

Las enfermeras vieron a Sofía en el piso y a la mujer, encima de ella.

Entre gritos y forcejeos, corrieron a quitársela. 

Entonces Sofía vio que se trataba de una anciana; su cabello era plateado y largo como las telarañas, y las arrugas cubrían un rostro casi centenario. Sus ojos, endemoniados y profundos, estaban allí, en su lugar. Y mientras la mujer se resistía a regresar a su habitación, continuó maldiciéndola en vida:

—¡Los lobos! ¡¡¡LOS LOBOS TE COMERÁN!!!

Aún desde el suelo, Sofía temblaba.

Una nueva enfermera trató de asistirla y, recién entonces, pudo prestarle atención:

—¿Estás bien? ¿Te lastimó?

Sofía trató de serenarse, sin éxito.

—Estoy bien —mintió, pero al intentar levantarse, las piernas se le vencieron y el mareo terminó de ganar la contienda.

Y así, mientras todos los sentidos se apagaban para llevarla a un estado de inconsciencia, Sofía escuchó brotar la sonora carcajada.

Burlona.

Implacable.

De bruja.

LA CHICA DE LAS VELASDonde viven las historias. Descúbrelo ahora