Hay personas que dicen que si te quedas quieto lo suficiente, podrás ver como desaparece el horizonte tras el mar. El cielo se fusiona con el agua, y de repente, tanto el cielo como el océano convergen en el monstruo azul más aterrador y majestuoso que se haya formado jamás.
Radne todavía recordaba la primera vez que lo vio. Cuando apenas era una cría y se escapó de la custodia de la manada para ver la superficie. Le sorprendió descubrir como era respirar el aire; se filtraba por su nariz, pasaba por su garganta, y se escapaba lentamente por sus branquias.
Era una sensación extraña, pensaba que respirar bajo el mar era más sencillo. Más natural. Sin embargo, en cuanto vio a todos esos marineros tratando de aspirar el agua salada del océano, se dio cuenta de lo contario.
Los hombres caían al mar como simples piedras. Uno tras otro, en un interminable intento por alcanzarla a ella y a sus hermanas. En sus ojos se reflejaba una admiración vacía. Ese impulso sobrenatural de aventurarse a las profundidades sin importar las consecuencias, todo a cambio de gloriosos segundos en compañía de sus sirenas.
Radne conocía perfectamente el efecto que su canción tenía en los corazones de los hombres. Los hacia susceptibles a todo; al enamoramiento, a la estupidez y la locura. Llegando a un punto en el que ni siquiera eran capaces de mantener los navíos a flote. Dejando sus vidas en manos de los seres marinos.
Cada vez que un humano se acercaba lo suficiente a una sirena, esta lo tomaba por los tobillos y lo arrastraba al fondo. Llegando a una profundidad en donde el canto de la superficie ya no es audible, y los humanos retoman la consciencia.
Algunos intentan escapar. Tratan de soltarse del agarre mortal y retornar a la superficie. Ignorando que la fuerza de las sirenas es inmensamente superior a la de cualquier hombre. Obligándolos a quedarse junto a ellas aún cuando ya han perdido la vida y se ven reducidos a simple alimento.
Radne aún era muy joven para realizar esa parte del ritual. El ahogamiento se reservaba para las sirenas maduras, quienes ya mostraban deterioro en su voz y se veían incapaces de hechizar con la misma facilidad que las novicias.
Los piratas afirmaban que el cantar de las sirenas era tan dulce como el azúcar y tan mortal como el veneno. Una sola nota bastaba para condenarte a tu perdición. Y en eso no se equivocaban.
Una vez acabada la melodía, Radne se dio el tiempo de ver el paisaje frente a ella: los restos del barco siendo devorado por las olas, mientras que la manada se regodeaba en las profundidades; cortesía de un glorioso festín subacuático.
Radne sonrió orgullosa.
La sirena se sumergió y nadó varios metros entre pilas de cadáveres a medio masticar. Los contempló mientras flotaban en la ingrávidad del océano, fascinándose por lo curiosos que eran. No tenían escamas, ni aletas. En cambio, ostentaban gigantescos muslos de carne que nacían desde su torso y terminaban en un par nuevo de dedos.
Había oído que aquellas extremidades les permitían moverse sobre la tierra, así como ella lo hacía con su cola de pez.
Tan peculiares, tan indefensos.
Radne se detuvo en frente de uno de ellos. Era fornido, vestido con un impecable uniforme azul bordado en hilo dorado. Seguramente se trataba del capitán del barco. La sirena tomó el rostro del hombre y lo acarició. Estaba rígido. Su expresión había quedado congelada en medio un grito ahogado. Con los ojos clavados en la superficie, anhelando volver a respirar.
Era la misma cara que tenía cada miembro de su tripulación.
Si algo le había enseñado la vida, era que no importaba la valía que se adjudicaban los humanos. No había diferencia entre un adinerado diplomático o un humilde marín. Al fin y al cabo; todos morían igual.
Pobres ingenuos.
Radne siguió nadando hasta el anochecer, momento en que su cabeza volvió a romper en la superficie.
Para ese entonces ya no quedaba ni un solo rastro del barco.
La sirena dejó que la luna la bañara con su halo de plata. Disfrutaba de la brisa acariciando su piel, así como de la tenue luz que hacia brillar sus escamas.
Aquello era un espectáculo que solo podía darse en la superficie; y con el que Radne estaba muy familiarizada. Todas las noches acudía en presencia de la luna para admirar su grandeza y deleitarse con su fulgor, aunque sabía que su fascinación por ella no era bien vista.
Sus hermanas consideraban sus salidas como una blasfemia. Tenían la firme idea de que las sirenas solo debían aventurarse a la superficie al momento de cazar. Pero Radne no pensaba lo mismo; si bien era cierto que el mundo terrestre era extraño, había pequeños instantes en los que esa extrañeza se tornaba maravillosa.
Solo era cuestión de saber buscar.
Sin embargo, su momento de paz se vio interrumpido al percatarse que no era la única disfrutando de la velada.
Varios metros adelante yacía una silueta sobre el agua. Flotando entre las olas al igual que una tortuga. Pero al acercarse, se dio cuenta que no se trataba de ninguna criatura acuática.
Era un hombre.
Estaba a bordo de una diminuta embarcación de madera corroída. Sus ropas estaban rasgadas y su piel morena rebosaba de sal.
Radne contuvo el aliento.
Un sobreviviente.
Un hombre había sobrevivido a la infamia de su canción.
Radne percibió una sensación nueva en su estomago. Una rara mezcla de incredulidad y admiración.
¿Cómo es posible que sigas vivo?
La sirena se aferró a la parte trasera del bote y lo observó con más cuidado. Su cabello era un lio de bucles que le caía por los hombros, su cuerpo era recto y cuadrado, y tenía un rostro ovalado. A simple vista, no había nada que lo distinguiera del resto.
Solo era otro humano. Un simple humano.
Estaba segura que si le cantaba podría ahogarlo fácilmente.
Se imaginaba la sorpresa en el rostro de sus hermanas cuando se dieran cuenta de que habia logrado someter a un hombre por su propia cuenta. Se morirían de envidia.
No obstante, cuando la sirena intentó cantar, nada salió de sus labios. Había algo que se lo impedía, una fuerza que la sobrepasaba enormemente.
El rostro del joven marino tenía algo que la cautivaba. Todavía no sabía que era con exactitud, pero estaba segura que poseía un encanto peculiar.
El marino era el dueño de algo que Radne nunca había visto. A pesar de su aura melancólica, existía un atisbo de luz en su rostro. Una mirada determinante, una vista esperanzadora.
El corazón de Radne latió rápidamente.
¿Quién eres? ¿Qué te trajo hasta aquí?
De pronto, aquellos ojos firmes se giraron y se encontraron con los suyos. Mirándola con sorpresa y asombro.
Por un breve instante ninguno de los dos hizo nada. Estaban demasiado ocupados admirando al otro.
Al cabo de unos segundos, el marino fue el primero en reaccionar. Parpadeando varias veces antes de hacer cualquier movimiento comprometedor.
—¿E-eres real?
Radne vio como la mano del hombre se levantaba y se dirigía hacia ella. Estuvo tan cerca de tocarla, que pudo sentir el leve calor que emanaba de su piel.
La sirena se apartó dando un fuerte aletazo sobre la superficie, empapando al joven por completo.
Y sin atreverse a hacer nada más, Radne se sumergió, perdiéndose en las oscuras aguas del océano.
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El náufrago
Historia CortaMemorias del mar || "No es cayéndose al agua como se ahoga uno, sino quedándose en ella"