Por suerte aquella casa no guardaba recuerdos importantes. La soledad impregnaba sus paredes. Sus tacones nunca habían chocado con la madera del suelo. No había sábanas que guardaran su olor. En el baño solo reposaba mi cepillo de dientes dentro del vaso. Ni cosméticos, ni ropa, ni el gran vestidor ni una mísera barra de labios roja a la que me tenía acostumbrado. Bastante fidelidad le había guardado sabiendo que sus desplantes escondían otros hombres detrás. No podía confirmarlo, pero tampoco negarlo. En realidad, estaba tan lleno de rabia que poco me importaba lo que ella hiciera con su cuerpo. No iba a meter a ninguna allí, claro que no, sería exponerme demasiado. Además, para eso estaban los hoteles, pero sentía una liberación extraña. Extraña porque, aunque creía necesitar esa ruptura, ese distanciamiento real, me conocía y era consciente de que en una semana estaría buscando estrechar lazos. Volví a cometer el error de leer nuestras últimas conversaciones por mensajes. Tan pronto era un amor y me decía lo muchísimo que me quería, que me echaba de menos, que no podríamos vivir separados durante mucho tiempo, y por eso su insistencia en no volver a España de manera definitiva; como contestaba con monosílabos, con iconos inexpresivos o parrafadas en las que soltaba lo que le consumía por dentro. Me echaba en cara todo lo que, supuestamente, ella me había ofrecido, a todo lo que había renunciado por mí y en lo que yo me había convertido gracias a ella. ¿En qué me había convertido? En un amargado que vivía en un tira y afloja extraño. Me aferraba a ella, porque sí, yo estaba seguro de que la quería, pero no podía soportar durante mucho más tiempo ese juego psicológico. Empezó el día que llegué con la noticia de volver a GEO. Meses en los que quise comprender cómo se sentía, cuál era su percepción ante el cambio y cómo lo debía digerir. El problema es que ella volcó su ira contra mí, en lugar de colocarme en la posición de aliado. Le di tiempo. Era consciente de que renunciaba a una vida que la llenaba por otra que la mantendría atada a una ciudad claustrofóbica para ella. Viajé a un lado y a otro cansándome sin necesidad. Y me posicioné. Esta vez no podía pasar, no podía volver arrastrado buscando su cercanía. Pero, joder, el divorcio eran palabras mayores, para qué engañarnos. Respiré hondo. Preparé la mochila y visualicé mi nueva situación para tragarme toda la información, mis compañeros no debían saber nada. Sería el objetivo de las burlas y los comentarios jocosos donde ella saldría muy mal parada. Esa vez, la vuelta a la base del GEO en Guadalajara me resultó de lo más distante. Los saludos de siempre, los palmeos de espalda habituales y los típicos chistes sosos. ¿Esa era nuestra rutina real o yo estaba marcando un abismo innecesario? —¿Qué tal ese último viaje por París, jefe? —preguntó Carlos. —Igual que los anteriores. —¿Y ella? ¿Por fin se ha decidido? —Sí, parece que ya ha tomado una decisión. Ahora solo queda esperar. Jugué con la ambigüedad. No dar demasiados datos era una máxima desde que había entrado en el cuerpo, quizá antes. Cuanto menos se supiera, menos conjeturas se podrían formar y menos expuesto estaría. Solo Roberto tenía acceso a todos los detalles de lo que pasaba en mi vida. Los dos hicimos el curso el mismo año. Nos animamos, apoyamos y sostuvimos desde la primera prueba. Abrirse en canal en aquel momento, en el que la presión de los días, las horas y los segundos pesaban más que las órdenes de los instructores, era nuestra liberación. Comenzó con su voz congestionada mientras intentaba encarcelar las lágrimas que escapaban de sus ojos. Todos teníamos taras. La mía todavía no había llegado, pero su fragilidad me conmovió tanto, que llegué a sentir la suya como propia. Como si fuéramos uno, como hermanos. Y, como hermanos, tiré de su mano en un barranco antes de que cayera, y me sujetó cuando en unas maniobras la nieve me congelaba los dedos de los pies y me hacían perder el equilibrio, y le suflé aliento cuando estaba a punto de entrar en hipotermia en las aguas del Tajo. Llegamos allí con un nivel de preparación del que no todos podían presumir, yo sabía que estaba por encima y también sabía que no habría otra oportunidad, porque conseguiría mi plaza sí o sí. Su mirada reflejaba lo mismo que la mía. Fueron tantos los momentos en los que, sin buscarlo, unas cuerdas tiraban de nosotros para compenetrarnos. Los únicos de nuestra promoción. Nosotros dos. El uno por el otro, el otro por el uno. Hermanos. —Robledo... ¿Qué tal las vacaciones? ¿Valentina? —preguntó sin mirarme y lo agradecí. No creo que a él le hubiera podido engañar. —Sin cambios. Ella allí, yo aquí. —Vale. —Tiró de los cordones apretando su bota con fuerza. Se irguió, se alisó la camiseta y puso su mano izquierda en mi hombro derecho—. A las siete nos tomamos un par de cervezas, así desatamos la lengua. Roberto ya lo imaginaba, sabía o presuponía que algo sí había cambiado. —Hoy no, ¿vale? Dame unos días. Se limitó a asentir serio y cómplice. La semana se preveía tranquila, aunque siempre debíamos estar alerta, no teníamos operativos concretos en el horizonte. Nos limitamos, que no es poco, a estudiar nuevas técnicas de cobertura grupal. La rutina volvía a pesarme. Levantarme, trabajar, comprar comida, jugar a la consola, dormir y volver a repetir la dinámica como si fuera el día de la marmota. En la base estaba todo demasiado tranquilo. Y cuando digo demasiado, es porque tenía la sensación de que era la calma previa a la tormenta. Aquel viernes no soportaba seguir dándole vueltas a la última conversación con Valentina. Me negaba a aceptar su propuesta. Y, como si me estuviera viendo por una bola de cristal, me entró un mensaje suyo.
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Objetivo: tocar tu piel
RomanceUn encuentro fortuito, un supuesto secuestro y una ayuda desinteresada para sanar pueden ser suficientes motivos para comenzar una amistad. Pero ¿y si, en realidad, sus sentimientos están jugando a engañarlos? Él carga con una etapa del pasado que d...