El amor lleva aroma de azahar

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Sevilla. Año del Señor de 1755

Inhaló con fuerza y el aire llenó sus pulmones con los olores a incienso y a castañas asadas, los aromas de su tierra sevillana. ¡Cuánto la había echado de menos! Se solazó en aquella sensación, dejando que el sol besara su piel con aquella benigna dulzura que poseía el clima a finales de octubre.

El tiempo pasado en ultramar le había parecido un infierno, no solo por el calor de aquellas tierras inhóspitas, los mosquitos y las extrañas fiebres que consumían el alma y el cuerpo, sino también por los peligros que suponían los nativos y el mismo viaje por mar con inesperadas tormentas y asaltos de los piratas que surcaban aquellas aguas. A pesar de todo, allende el océano había un nuevo mundo en el que, si tenías buena sesera y aguzado ingenio, podías ganar muchos reales. La fortuna que otros tardaban años en conseguir, él la había forjado en tres años, y, además, se había labrado un nombre.

Ya no era tan solo Martín Domingo, el niño que había sido abandonado, apenas recién nacido, en la puerta del hospital de la Misericordia y al que habían llevado después a la Casa de Niños Expósitos. Con el favor de Dios y de la Corona, y gracias a su trabajo y esfuerzo, ahora era Don Martín Domingo, hidalgo y caballero por sus méritos y servicio a su majestad Fernando VI en las Indias Occidentales. Además, no solo poseía un título, también había traído consigo abundantes riquezas: oro, plata y piedras preciosas, con las que podría cumplir lo que un día había jurado ante el Santísimo Cristo de la Vera Cruz.

Dejó atrás el puerto, con los barcos meciéndose en las espejeadas aguas del Guadalquivir, y se internó por las callejuelas del barrio del Arenal. Al pasar frente a la Patriarcal, con la torre de la Giralda y su fachada cuajada de arquivoltas y relieves, lo invadió la nostalgia. Se retiró el tricornio en un gesto de respeto y musitó una oración. Luego se lo caló de nuevo sobre la cabeza, ocultando su negro cabello que llevaba recogido en una coleta, y siguió hasta la plaza de San Francisco. De allí continuó por la calle de la Carpintería y se detuvo antes de girar por la de la Serradería. Clavó su mirada al frente donde unos metros más adelante, en la conocida como calle Cuna, se alzaba la Casa de los Niños Expósitos.

Viéndolo allí detenido, anclado al suelo, unas damas que pasaron a su lado comenzaron a murmurar mientras lo observaban como si hubiera perdido el oremus. ¿Qué sabían ellas de sus cuitas, de cuánto había penado en aquel lugar por saberse hijo de nadie? Bien podía haber sido él uno de los personajes de esas novelas de Cervantes, igual que Rinconete y Cortadillo. Si Dios tenía a bien darle hijos propios, caminarían con la frente en alto y no dejaría que pasaran hambre de pan ni del calor del afecto humano.

Continuó su camino hasta llegar a la Cuesta del Rosario. Las casas de fachadas encaladas se apiñaban unas junto a otras como una ristra de perlas. En las ventanas y los estrechos balcones de hierro forjado estallaba una profusión de colores en las macetas, las flores bañaban con una pátina alegre la callejuela. Aunque bien sabía Martín que no todo era música y castañuelas tras aquellas paredes donde arreciaba la hambruna, la pobreza y otras miserias mayores de las que había sido testigo durante los años que allá vivió.

A pesar de todo, sucumbió a la añoranza cuando se detuvo frente a la vieja puerta de madera que aún conservaba algunas de las muescas que había grabado en ella siendo un infante. Inspiró hondo y golpeó con los nudillos. Desde el interior se escuchó una voz y el corazón se le desbocó como un toro bravío, embistiendo contra su costillar.

—¡Ya va, ya va! Válgame el cielo, qué prisas tenemos —rezongó la mujer mientras abría. Sus ojos se estrecharon para protegerse del brillo que la luz arrancaba a las fachadas y contempló con desconfianza a aquel señoritingo.

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⏰ Última actualización: Apr 01, 2023 ⏰

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