Era una imagen grotesca. La conocía desde hace meses, pero inclusive me parecía desagradable aun creer que pudiera existir alguna clase de justicia en todo esto. Las imágenes estaban estáticas en frente de mí; en el escritorio descansaban, se hacían una y se mostraban con lujo infecto de detalles los rasgos de las heridas. «Once apuñaladas, dos disparos a quemarropa, el ano completamente desgarrado, muñones que son resultado de un desmembramiento con alguna clase de cuchillo sin filo y, como remate de este sádico asunto, una herida de quemadura de cigarro en la frente». Pensaba, rumiando cada palabra como un mantra.
—¿Quién en su sano juicio deja el cadáver en una iglesia? —ladro el policía primero Gómez. —Es claro que abra cámaras en todo el atrio. Si no es pendejo, será novato el imbécil.
—Quiso que lo descubriéramos, Renato —respondí mientras metía las fotos en el sobre y se los entregaba a mi compañero.
—Tan fácil sería si nos dieran permiso de agujerearlos cuando los encontremos en la escena del crimen. México dejaría de ser un hervidero de ratas.
—Probablemente, aunque no estoy seguro de eso.
—Claro que sí, cabrón. Imagina: una bala, un pedo menos. Sencillo.
—Lo cagado es que mataríamos a un chingo de los nuestros —Nuestras estridentes carcajadas se esparcen por toda la sala, colándose por los huecos donde la suciedad se acumula.
—Bueno, mientras la bala no caiga en alguno de nosotros —murmuro Renato, mientras sellaba el sobre con una especie de codicia.
—¿Las venderás?
—Claro que lo haré. Tres mil bolas en corto. Si no lo hago estoy pendejo.
—Bueno, entonces móchate.
—¿Qué me voy a mochar? ¿Qué hiciste tú para obtenerlas?
—No decirles a los superiores.
—¿Muy vergas, Santiago?
—Deja de llorar y solo dame un Benito.
—Muerto de hambre —.
Un ambiente corrosivo se apoderaba de la comisaria y el nauseabundo olor de comida se estancaba entre mormullos. Éramos más de cuarenta individuos en la habitación y el único ventilador que podía auxiliarnos en este fatídico encierro estaba descompuesto. Los ojos de los oficiales se escurrían entre sus compañeros. Nadie tenía la menor idea del motivo de la reunión. La llamada fue imprevista: «Reunión con Carácter de URGENTE» fue el mensaje. Pocas palabras, ninguna pista.
La puerta se abrió violentamente. El Inspector Salinas entro a la sala sin mirar a nadie. Todos firmes, sin respirar, saludando. Descansen; me siento y escucho. Órdenes a ejecutar el próximo jueves: llegada a Tepito, acordonar, búsqueda, captura, eliminación, búsqueda, asegurar y retirada. ¿Preguntas? Sin preguntas inspector. Retírense.
Entramos, salimos y nos los cogemos, fácil. No es fácil Tercero Sánchez, estamos entrando a su territorio. Es como una gran olla a presión a punto de estallar y lo peor es que nadie debe escuchar la explosión. Tercero Sánchez bajo la cabeza y cavilo un instante mientras el humo del cigarro empapaba su cara. Me pareció ver una clase de sonrisa en el rostro de Tercero.
—El Inspector parecía preocupado. Es como si no quisiera esta misión — observo Tercero expulsando finalmente el humo en mi cara.
—¡Claro que no quiere! Es un caso muy nuevo. Si publican las fotos toda la policía se le echaría encima — la tarde empezaba a matar el día y yo podía escuchar la carne asarse lentamente. El olor se expandía por las paredes y la pequeña voz de Renato que procedía del auricular llegaba con lentitud hacia mis oídos. —Lo sé, lo sé. No faltan las revistas amarillas que le encantan estos tipos de mutilaciones y la sangre —.
ESTÁS LEYENDO
Los Engranajes del Reloj
General FictionSantiago, un policía de la Ciudad de México, debe enfrentarse a la corrupción moral y sobrevivir en una sociedad que prácticamente esta infecta desde sus cimientos. Una historia que critica la moral y la condición de terror en la que nos sometemos...