El Espantájaros

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Uva hablaba con el espantapájaros desde que tenía uso de razón. Fue ella misma quién le puso el sombrero desde los brazos de su padre. Él había querido que Uva supiera que el espantapájaros era un amigo y no un monstruo como los de sus sueños. No quería que la pequeña se despertase después de una de sus pesadillas a media noche y que al mirar al patio tuviera miedo del espantapájaros en medio del campo.

—Es un amigo que ayudará a papá con su trabajo —le había dicho.

A Uva le agradó enseguida el espantapájaros, tenía un rostro amable con una sonrisa encantadora que su madre había bordado. Cuando le puso el sombrero, sintió que el muñeco se lo agradecía ensanchando aún más la sonrisa, era su imaginación, claro, pero la niña sonrió aún más como cortesía.

—¿Qué tal si le pones un nombre? —le sugirió su padre al escuchar que la niña le decía al espantapájaros, muy bajito: "Me llamo Uva".

Uva se tomó su tiempo para pensar en el nombre adecuado para él. Tanto le gustaba su nuevo amigo, tanto le gustaba que fuera solo suyo, que quería darle un buen nombre. No se le ocurrió más que llamarlo como el personaje de su canción infantil favorita, Zen Zen, el que come pastel y cuenta hasta diez.

Uva no sabía que un nombre tenía poder. Que cuando llamas a alguien por su nombre, lo reconoces como un ser vivo. Pero ahí estuvo la magia, por esta misma razón, por surgir desde su inocencia, no supo que al darle un nombre al espantapájaros, le daba también un corazón.

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La niña habló con Zen durante años, él era su más fiel confidente. Le contaba sus anécdotas del día, lo que pasaba en su escuela y en su casa, le cuestionaba con todas sus dudas, y se respondía a sí misma como suponía que Zen, en su inmensa sabiduría, le respondería de haber podido emitir alguna palabra. Se sentía mejor después de charlar con él. Jugaba alrededor de Zen, le explicaba con paciencia cómo debía jugar con ella. Le gustaba decirle: Quédate ahí, solo quédate ahí y mírame, porque Zen obedecía sin quejarse.

Pocos podrán presumir de un amigo tan leal como Zen.

Quizá fue tras escuchar por tercera vez su nombre que Zen despertó como de un sueño y miró el mundo por primera vez.

El mundo era una niña pequeña, morena y de largos cabellos, que lo miraba con una encantadora sonrisa y decía:

—Juguemos, anda, vamos a pintar, ¡mira!

Y le enseñaba sus colores y sus cuadernos de dibujo.

Juguemos, pensaba Zen, y observó con verdadero interés cómo la niña le dibujaba, pero sin saber que se trataba de sí mismo hasta que la pequeña le dijo:

—Mira, eres tú, ¿te gusta?

Y tras observarse y reconocer que él también tenía dos brazos y una cabeza, como ella, asintió para sus adentros, mostrándose satisfecho consigo mismo.

La niña entonces señaló un círculo morado al lado de su retrato y agregó:

—Somos tú y yo —y se echó a reír.

Zen no lo entendía, pero sintió calidez en su pecho tras escuchar aquella risa, de haber podido, hubiera reído también.

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Zen esperaba pacientemente a que Uva volviera a casa. No podía hacer gran cosa, como ya sabemos, pero esperar era siempre algo que hacía a consciencia. Para esperar se requieren habilidades extraordinarias. Sobretodo cuando no estás seguro de que alguien volverá, aunque siempre lo haga.

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