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Capitulo dedicado a @Lawrence557776

Hasta 1860 lo correcto era nacer en tu propia casa. Hoy, según me dicen, los
grandes dioses de la medicina han establecido que los primeros llantos del recién
nacido deben ser emitidos en la atmósfera aséptica de un hospital, preferiblemente en
un hospital elegante. Así que el señor y la señora Button se adelantaron cincuenta
años a la moda cuando decidieron, un día de verano de 1860, que su primer hijo
nacería en un hospital. Nunca sabremos si este anacronismo tuvo alguna influencia en
la asombrosa historia que estoy a punto de referirles.
Les contaré lo que ocurrió, y dejaré que juzguen por sí mismos.
Los Button gozaban de una posición envidiable, tanto social como económica, en
el Baltimore de antes de la guerra. Estaban emparentados con Esta o Aquella Familia,
lo que, como todo sureño sabía, les daba el derecho a formar parte de la inmensa
aristocracia que habitaba la Confederación. Era su primera experiencia en lo que
atañe a la antigua y encantadora costumbre de tener hijos: naturalmente, el señor
Button estaba nervioso. Confiaba en que fuera un niño, para poder mandarlo a la
Universidad de Yale, en Connecticut, institución en la que el propio señor Button
había sido conocido durante cuatro años con el apodo, más bien obvio, de Cuello
Duro.
La mañana de septiembre consagrada al extraordinario acontecimiento se levantó
muy nervioso a las seis, se vistió, se anudó una impecable corbata y corrió por las
calles de Baltimore hasta el hospital, donde averiguaría si la oscuridad de la noche
había traído en su seno una nueva vida.
A unos cien metros de la Clínica Maryland para Damas y Caballeros vio al doctor
Keene, el médico de cabecera, que bajaba por la escalera principal restregándose las
manos como si se las lavara —como todos los médicos están obligados a hacer, de
acuerdo con los principios éticos, nunca escritos, de la profesión.
El señor Roger Button, presidente de Roger Button & Company, Ferreteros
Mayoristas, echó a correr hacia el doctor Keene con mucha menos dignidad de lo que
se esperaría de un caballero del Sur, hijo de aquella época pintoresca.
—Doctor Keene —llamó—. ¡Eh, doctor Keene!
El doctor lo oyó, se volvió y se paró a esperarlo, mientras una expresión extraña
se iba dibujando en su severa cara de médico a medida que el señor Button se
acercaba.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó el señor Button, respirando con dificultad
después de su carrera—. ¿Cómo ha ido todo? ¿Cómo está mi mujer? ¿Es un niño?
¿Qué ha sido? ¿Qué…?
—Serénese —dijo el doctor Keene ásperamente. Parecía algo irritado.
—¿Ha nacido el niño? —preguntó suplicante el señor Button. El doctor Keene frunció el entrecejo.
—Diantre, sí, supongo… en cierto modo —y volvió a lanzarle una extraña mirada
al señor Button.
—¿Mi mujer está bien?
—Sí.
—¿Es niño o niña?
—¡Y dale! —gritó el doctor Keene en el colmo de su irritación—. Le ruego que
lo vea usted mismo. ¡Es indignante! —la última palabra cupo casi en una sola sílaba.
Luego el doctor Keene murmuró—: ¿Usted cree que un caso como éste mejorará mi
reputación profesional? Otro caso así sería mi ruina… la ruina de cualquiera.
—¿Qué pasa? —preguntó el señor Button, aterrado—. ¿Trillizos?
—¡No, nada de trillizos! —respondió el doctor, cortante—. Puede ir a verlo usted
mismo. Y buscarse otro médico. Yo lo traje a usted al mundo, joven, y he sido el
médico de su familia durante cuarenta años, pero he terminado con usted. ¡No quiero
verle ni a usted ni a nadie de su familia nunca más! ¡Adiós!
Se volvió bruscamente y, sin añadir palabra, subió a su faetón, que lo esperaba en
la calzada, y se alejó muy serio.
El señor Button se quedó en la acera, estupefacto y temblando de pies a cabeza.
¿Qué horrible desgracia había ocurrido? De repente había perdido el más mínimo
deseo de entrar en la Clínica Maryland para Damas y Caballeros. Pero, un instante
después, haciendo un terrible esfuerzo, se obligó a subir las escaleras y cruzó la
puerta principal.
Había una enfermera sentada tras una mesa en la penumbra opaca del vestíbulo.
Venciendo su vergüenza, el señor Button se le acercó.
—Buenos días —saludó la enfermera, mirándolo con amabilidad.
—Buenos días. Soy… Soy el señor Button.
Una expresión de horror se adueñó del rostro de la chica, que se puso en pie de un
salto y pareció a punto de salir volando del vestíbulo: se dominaba gracias a un
esfuerzo ímprobo y evidente.
—Quiero ver a mi hijo —dijo el señor Button.
La enfermera lanzó un débil grito.
—¡Por supuesto! —gritó histéricamente—. Arriba. Al final de las escaleras.
¡Suba!
Le señaló la dirección con el dedo, y el señor Button, bañado en sudor frío, dio
media vuelta, vacilante, y empezó a subir las escaleras. En el vestíbulo de arriba se
dirigió a otra enfermera que se le acercó con una palangana en la mano.
—Soy el señor Button —consiguió articular—. Quiero ver a mi…
¡Clanc! La palangana se estrelló contra el suelo y rodó hacia las escaleras. ¡Clanc!
¡Clanc! Empezó un metódico descenso, como si participara en el terror general que había desatado aquel caballero.
—¡Quiero ver a mi hijo! —el señor Button casi gritaba. Estaba a punto de sufrir
un ataque.
¡Clanc! La palangana había llegado a la planta baja. La enfermera recuperó el
control de sí misma y lanzó al señor Button una mirada de auténtico desprecio.
—De acuerdo, señor Button —concedió con voz sumisa—. Muy bien. ¡Pero si
usted supiera cómo estábamos todos esta mañana! ¡Es algo sencillamente indignante!
Esta clínica no conservará ni sombra de su reputación después de…
—¡Rápido! —gritó el señor Button, con voz ronca—. ¡No puedo soportar más
esta situación!
—Venga entonces por aquí, señor Button.
Se arrastró penosamente tras ella. Al final de un largo pasillo llegaron a una sala
de la que salía un coro de aullidos, una sala que, de hecho, sería conocida en el futuro
como la «sala de los lloros». Entraron. Alineadas a lo largo de las paredes había
media docena de cunas con ruedas, esmaltadas de blanco, cada una con una etiqueta
pegada en la cabecera.
—Bueno —resopló el señor Button—. ¿Cuál es el mío?
—Aquél —dijo la enfermera.
Los ojos del señor Button siguieron la dirección que señalaba el dedo de la
enfermera, y esto es lo que vieron: envuelto en una voluminosa manta blanca, casi
saliéndose de la cuna, había sentado un anciano que aparentaba unos setenta años.
Sus escasos cabellos eran casi blancos, y del mentón le caía una larga barba color
humo que ondeaba absurdamente de acá para allá, abanicada por la brisa que entraba
por la ventana. El anciano miró al señor Button con ojos desvaídos y marchitos, en
los que acechaba una interrogación que no hallaba respuesta.
—¿Estoy loco? —tronó el señor Button, transformando su miedo en rabia—. ¿O
la clínica quiere gastarme una broma de mal gusto?
—A nosotros no nos parece ninguna broma —replicó la enfermera severamente
—. Y no sé si usted está loco o no, pero lo que es absolutamente seguro es que ése es
su hijo.
El sudor frío se duplicó en la frente del señor Button. Cerró los ojos, y volvió a
abrirlos, y miró. No era un error: veía a un hombre de setenta años, un recién nacido
de setenta años, un recién nacido al que las piernas se le salían de la cuna en la que
descansaba.
El anciano miró plácidamente al caballero y a la enfermera durante un instante, y
de repente habló con voz cascada y vieja:
—¿Eres mi padre? —preguntó.
El señor Button y la enfermera se llevaron un terrible susto.
—Porque, si lo eres —prosiguió el anciano quejumbrosamente—, me gustaría que me sacaras de este sitio, o, al menos, que hicieras que me trajeran una mecedora
cómoda.
—Pero, en nombre de Dios, ¿de dónde has salido? ¿Quién eres tú? —estalló el
señor Button exasperado.
—No te puedo decir exactamente quién soy —replicó la voz quejumbrosa—,
porque sólo hace unas cuantas horas que he nacido. Pero mi apellido es Button, no
hay duda.
—¡Mientes! ¡Eres un impostor!
El anciano se volvió cansinamente hacia la enfermera.
—Bonito modo de recibir a un hijo recién nacido —se lamentó con voz débil—.
Dígale que se equivoca, ¿quiere?
—Se equivoca, señor Button —dijo severamente la enfermera—. Éste es su hijo.
Debería asumir la situación de la mejor manera posible. Nos vemos en la obligación
de pedirle que se lo lleve a casa cuanto antes: hoy, por ejemplo.
—¿A casa? —repitió el señor Button con voz incrédula.
—Sí, no podemos tenerlo aquí. No podemos, de verdad. ¿Comprende?
—Yo me alegraría mucho —se quejó el anciano—. ¡Menudo sitio! Vamos, el sitio
ideal para albergar a un joven de gustos tranquilos. Con todos estos chillidos y
llantos, no he podido pegar ojo. He pedido algo de comer —aquí su voz alcanzó una
aguda nota de protesta— ¡y me han traído una botella de leche!
El señor Button se dejó caer en un sillón junto a su hijo y escondió la cara entre
las manos.
—¡Dios mío! —murmuró, aterrorizado—. ¿Qué va a decir la gente? ¿Qué voy a
hacer?
—Tiene que llevárselo a casa —insistió la enfermera—. ¡Inmediatamente!
Una imagen grotesca se materializó con tremenda nitidez ante los ojos del
hombre atormentado: una imagen de sí mismo paseando por las abarrotadas calles de
la ciudad con aquella espantosa aparición renqueando a su lado.
—No puedo hacerlo, no puedo —gimió.
La gente se pararía a preguntarle, y ¿qué iba a decirles? Tendría que presentar a
ese… a ese septuagenario: «Éste es mi hijo, ha nacido esta mañana temprano». Y el
anciano se acurrucaría bajo la manta y seguirían su camino penosamente, pasando por
delante de las tiendas atestadas y el mercado de esclavos (durante un oscuro instante,
el señor Button deseó fervientemente que su hijo fuera negro), por delante de las
lujosas casas de los barrios residenciales y el asilo de ancianos…
—¡Vamos! ¡Cálmese! —ordenó la enfermera.
—Mire —anunció de repente el anciano—, si cree usted que me voy a ir a casa
con esta manta, se equivoca de medio a medio.
—Los niños pequeños siempre llevan mantas. Con una risa maliciosa el anciano sacó un pañal blanco.
—¡Mire! —dijo con voz temblorosa—. Mire lo que me han preparado.
—Los niños pequeños siempre llevan eso —dijo la enfermera remilgadamente.
—Bueno —dijo el anciano—. Pues este niño no va a llevar nada puesto dentro de
dos minutos. Esta manta pica. Me podrían haber dado por los menos una sábana.
—¡Déjatela! ¡Déjatela! —se apresuró a decir el señor Button. Se volvió hacia la
enfermera—. ¿Qué hago?
—Vaya al centro y cómprele a su hijo algo de ropa.
La voz del anciano siguió al señor Button hasta el vestíbulo:
—Y un bastón, papá. Quiero un bastón.
El señor Button salió dando un terrible portazo.

El Curioso Caso De Benjamin Button - Francis Scott FitzgeraldDonde viven las historias. Descúbrelo ahora