Incluso después de que al nuevo miembro de la familia Button le cortaran el pelo
y se lo tiñeran de un negro desvaído y artificial, y lo afeitaran hasta el punto de que le
resplandeciera la cara, y lo equiparan con ropa de muchachito hecha a la medida por
un sastre estupefacto, era imposible que el señor Button olvidara que su hijo era un
triste remedo de primogénito. Aunque encorvado por la edad, Benjamin Button —
pues este nombre le pusieron, en vez del más apropiado, aunque demasiado
pretencioso, de Matusalén— medía un metro y setenta y cinco centímetros. La ropa
no disimulaba la estatura, ni la depilación y el tinte de las cejas ocultaban el hecho de
que los ojos que había debajo estaban apagados, húmedos y cansados. Y, en cuanto
vio al recién nacido, la niñera que los Button habían contratado abandonó la casa,
sensiblemente indignada.
Pero el señor Button persistió en su propósito inamovible. Benjamin era un niño,
y como un niño había que tratarlo. Al principio sentenció que, si a Benjamin no le
gustaba la leche templada, se quedaría sin comer, pero, por fin, cedió y dio permiso
para que su hijo tomara pan y mantequilla, e incluso, tras un pacto, harina de avena.
Un día llevó a casa un sonajero y, dándoselo a Benjamin, insistió, en términos que no
admitían réplica, en que debía jugar con él; el anciano cogió el sonajero con
expresión de cansancio, y todo el día pudieron oír cómo lo agitaba de vez en cuando
obedientemente.
Pero no había duda de que el sonajero lo aburría, y de que disfrutaba de otras
diversiones más reconfortantes cuando estaba solo. Por ejemplo, un día el señor
Button descubrió que la semana anterior había fumado muchos más puros de los que
acostumbraba, fenómeno que se aclaró días después cuando, al entrar
inesperadamente en el cuarto del niño, lo encontró inmerso en una vaga humareda
azulada, mientras Benjamin, con expresión culpable, trataba de esconder los restos de
un habano. Aquello exigía, como es natural, una buena paliza, pero el señor Button
no se sintió con fuerzas para administrarla. Se limitó a advertirle a su hijo que el
humo frenaba el crecimiento.
El señor Button, a pesar de todo, persistió en su actitud. Llevó a casa soldaditos
de plomo, llevó trenes de juguete, llevó grandes y preciosos animales de trapo y, para
darle veracidad a la ilusión que estaba creando —al menos para sí mismo—, preguntó
con vehemencia al dependiente de la juguetería si el pato rosa desteñiría si el niño se
lo metía en la boca. Pero, a pesar de los esfuerzos paternos, a Benjamin nada de
aquello le interesaba. Se escabullía por las escaleras de servicio y volvía a su
habitación con un volumen de la Enciclopedia Británica, ante el que podía pasar
absorto una tarde entera, mientras las vacas de trapo y el arca de Noé yacían
abandonadas en el suelo. Contra una tozudez semejante, los esfuerzos del señor Button sirvieron de poco.
Fue enorme la sensación que, en un primer momento, causó en Baltimore. Lo que
aquella desgracia podría haberles costado a los Button y a sus parientes no podemos
calcularlo, porque el estallido de la Guerra Civil dirigió la atención de los ciudadanos
hacia otros asuntos. Hubo quienes, irreprochablemente corteses, se devanaron los
sesos para felicitar a los padres; y al fin se les ocurrió la ingeniosa estratagema de
decir que el niño se parecía a su abuelo, lo que, dadas las condiciones de normal
decadencia comunes a todos los hombres de setenta años, resultaba innegable. A
Roger Button y su esposa no les agradó, y el abuelo de Benjamin se sintió
terriblemente ofendido.
Benjamin, en cuanto salió de la clínica, se tomó la vida como venía. Invitaron a
algunos niños para que jugaran con él, y pasó una tarde agotadora intentando
encontrarles algún interés al trompo y las canicas. Incluso se las arregló para romper,
casi sin querer, una ventana de la cocina con un tirachinas, hazaña que complació
secretamente a su padre. Desde entonces Benjamin se las ingeniaba para romper algo
todos los días, pero hacía cosas así porque era lo que esperaban de él, y porque era
servicial por naturaleza.
Cuando la hostilidad inicial de su abuelo desapareció, Benjamin y aquel caballero
encontraron un enorme placer en su mutua compañía. Tan alejados en edad y
experiencia, podían pasarse horas y horas sentados, discutiendo como viejos
compinches, con monotonía incansable, los lentos acontecimientos de la jornada.
Benjamin se sentía más a sus anchas con su abuelo que con sus padres, que parecían
tenerle una especie de temor invencible y reverencial, y, a pesar de la autoridad
dictatorial que ejercían, a menudo le trataban de usted.
Benjamin estaba tan asombrado como cualquiera por la avanzada edad física y
mental que aparentaba al nacer. Leyó revistas de medicina, pero, por lo que pudo ver,
no se conocía ningún caso semejante al suyo. Ante la insistencia de su padre, hizo
sinceros esfuerzos por jugar con otros niños, y a menudo participó en los juegos más
pacíficos: el fútbol lo trastornaba demasiado, y temía que, en caso de fractura, sus
huesos de viejo se negaran a soldarse.
Cuando cumplió cinco años lo mandaron al parvulario, donde lo iniciaron en el
arte de pegar papel verde sobre papel naranja, de hacer mantelitos de colores y
construir infinitas cenefas. Tenía propensión a adormilarse, e incluso a dormirse, en
mitad de esas tareas, costumbre que irritaba y asustaba a su joven profesora. Para su
alivio, la profesora se quejó a sus padres y éstos lo sacaron del colegio. Los Button
dijeron a sus amigos que el niño era demasiado pequeño.
Cuando cumplió doce años los padres ya se habían habituado a su hijo. La fuerza
de la costumbre es tan poderosa que ya no se daban cuenta de que era diferente a
todos los niños, salvo cuando alguna anomalía curiosa les recordaba el hecho. Pero un día, pocas semanas después de su duodécimo cumpleaños, mientras se miraba al
espejo, Benjamin hizo, o creyó hacer, un asombroso descubrimiento. ¿Lo engañaba la
vista, o le había cambiado el pelo, del blanco a un gris acero, bajo el tinte, en sus
doce años de vida? ¿Era ahora menos pronunciada la red de arrugas de su cara?
¿Tenía la piel más saludable y firme, incluso con algo del buen color que da el
invierno? No podía decirlo. Sabía que ya no andaba encorvado y que sus condiciones
físicas habían mejorado desde sus primeros días de vida.
—¿Será que…? —pensó en lo más hondo, o, más bien, apenas se atrevió a
pensar.
Fue a hablar con su padre.
—Ya soy mayor —anunció con determinación—. Quiero ponerme pantalones
largos.
Su padre dudó.
—Bueno —dijo por fin—, no sé. Catorce años es la edad adecuada para ponerse
pantalones largos, y tú sólo tienes doce.
—Pero tienes que admitir —protestó Benjamin— que estoy muy grande para la
edad que tengo.
Su padre lo miró, fingiendo entregarse a laboriosos cálculos.
—Ah, no estoy muy seguro de eso —dijo—. Yo era tan grande como tú a los doce
años.
No era verdad: aquella afirmación formaba parte del pacto secreto que Roger
Button había hecho consigo mismo para creer en la normalidad de su hijo.
Llegaron por fin a un acuerdo. Benjamin continuaría tiñéndose el pelo, pondría
más empeño en jugar con los chicos de su edad y no usaría las gafas ni llevaría bastón
por la calle. A cambio de tales concesiones, recibió permiso para su primer traje de
pantalones largos.
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El Curioso Caso De Benjamin Button - Francis Scott Fitzgerald
KurzgeschichtenEl curioso caso de Benjamin Button es la historia de un hombre con el reloj biológico al revés. Nació con setenta años, al casarse tendrá cincuenta, y cuando vuelva de la guerra tendrá ya treinta y su esposa lucirá canas. Así hasta llegar a la cuna...