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En 1880 Benjamin Button tenía veinte años, y celebró su cumpleaños
comenzando a trabajar en la empresa de su padre, Roger Button & Company,
Ferreteros Mayoristas. Aquel año también empezó a alternar en sociedad: es decir, su
padre se empeñó en llevarlo a algunos bailes elegantes. Roger Button tenía entonces
cincuenta años, y él y su hijo se entendían cada vez mejor. De hecho, desde que
Benjamin había dejado de tintarse el pelo, todavía canoso, parecían más o menos de
la misma edad, y podrían haber pasado por hermanos.
Una noche de agosto salieron en el faetón vestidos de etiqueta, camino de un baile
en la casa de campo de los Shevlin, justo a la salida de Baltimore. Era una noche
magnífica. La luna llena bañaba la carretera con un apagado color platino, y, en el
aire inmóvil, la cosecha de flores tardías exhalaba aromas que eran como risas
suaves, con sordina. Los campos, alfombrados de trigo reluciente, brillaban como si
fuera de día. Era casi imposible no emocionarse ante la belleza del cielo, casi
imposible.
—El negocio de la mercería tiene un gran futuro —estaba diciendo Roger Button.
No era un hombre espiritual: su sentido de la estética era rudimentario—. Los viejos
ya tenemos poco que aprender —observó profundamente—. Sois vosotros, los
jóvenes con energía y vitalidad, los que tenéis un gran futuro por delante.
Las luces de la casa de campo de los Shevlin surgieron al final del camino. Ahora
les llegaba un rumor, como un suspiro inacabable: podía ser la queja de los violines o
el susurro del trigo plateado bajo la luna.
Se detuvieron tras un distinguido carruaje cuyos pasajeros se apeaban ante la
puerta. Bajó una dama, la siguió un caballero de mediana edad, y por fin apareció
otra dama, una joven bella como el pecado. Benjamin se sobresaltó: fue como si una
transformación química disolviera y recompusiera cada partícula de su cuerpo. Se
apoderó de él cierta rigidez, la sangre le afluyó a las mejillas y a la frente, y sintió en
los oídos el palpitar constante de la sangre. Era el primer amor.
La chica era frágil y delgada, de cabellos cenicientos a la luz de la luna y color
miel bajo las chisporroteantes lámparas del pórtico. Llevaba echada sobre los
hombros una mantilla española del amarillo más pálido, con bordados en negro; sus
pies eran relucientes capullos que asomaban bajo el traje con polisón.
Roger Button se acercó confidencialmente a su hijo.
—Ésa —dijo— es la joven Hildegarde Moncrief, la hija del general Moncrief.
Benjamin asintió con frialdad.
—Una criatura preciosa —dijo con indiferencia. Pero, en cuanto el criado negro
se hubo llevado el carruaje, añadió—: Podrías presentármela, papá.
Se acercaron a un grupo en el que la señorita Moncrief era el centro. Educada según las viejas tradiciones, se inclinó ante Benjamin. Sí, le concedería un baile.
Benjamin le dio las gracias y se alejó tambaleándose.
La espera hasta que llegara su turno se hizo interminablemente larga. Benjamin se
quedó cerca de la pared, callado, inescrutable, mirando con ojos asesinos a los
aristocráticos jóvenes de Baltimore que mariposeaban alrededor de Hildegarde
Moncrief con caras de apasionada admiración. ¡Qué detestables le parecían a
Benjamin; qué intolerablemente sonrosados! Aquellas barbas morenas y rizadas le
provocaban una sensación parecida a la indigestión.
Pero cuando llegó su turno, y se deslizaba con ella por la movediza pista de baile
al compás del último vals de París, la angustia y los celos se derritieron como un
manto de nieve. Ciego de placer, hechizado, sintió que la vida acababa de empezar.
—Usted y su hermano llegaron cuando llegábamos nosotros, ¿verdad? —
preguntó Hildegarde, mirándolo con ojos que brillaban como esmalte azul.
Benjamin dudó. Si Hildegarde lo tomaba por el hermano de su padre, ¿debía
aclarar la confusión? Recordó su experiencia en Yale, y decidió no hacerlo. Sería una
descortesía contradecir a una dama; sería un crimen echar a perder aquella exquisita
oportunidad con la grotesca historia de su nacimiento. Más tarde, quizá. Así que
asintió, sonrió, escuchó, fue feliz.
—Me gustan los hombres de su edad —decía Hildegarde—. Los jóvenes son tan
tontos… Me cuentan cuánto champán bebieron en la universidad, y cuánto dinero
perdieron jugando a las cartas. Los hombres de su edad saben apreciar a las mujeres.
Benjamin sintió que estaba a punto de declararse. Dominó la tentación con
esfuerzo.
—Usted está en la edad romántica —continuó Hildegarde—. Cincuenta años. A
los veinticinco los hombres son demasiado mundanos; a los treinta están atosigados
por el exceso de trabajo. Los cuarenta son la edad de las historias largas: para
contarlas se necesita un puro entero; los sesenta… Ah, los sesenta están demasiado
cerca de los setenta, pero los cincuenta son la edad de la madurez. Me encantan los
cincuenta.
Los cincuenta le parecieron a Benjamin una edad gloriosa. Deseó
apasionadamente tener cincuenta años.
—Siempre lo he dicho —continuó Hildegarde—: prefiero casarme con un
hombre de cincuenta años y que me cuide, a casarme con uno de treinta y cuidar de
él. Para Benjamin el resto de la velada estuvo bañado por una neblina color miel.
Hildegarde le concedió dos bailes más, y descubrieron que estaban maravillosamente de acuerdo en todos los temas de actualidad. Darían un paseo en calesa el domingo, y
hablarían más detenidamente.
Volviendo a casa en el faetón, justo antes de romper el alba, cuando empezaban a zumbar las primeras abejas y la luna consumida brillaba débilmente en la niebla fría,
Benjamin se dio cuenta vagamente de que su padre estaba hablando de ferretería al
por mayor.
—¿Qué asunto propones que tratemos, además de los clavos y los martillos? —
decía el señor Button.
—Los besos —respondió Benjamin, distraído.
—¿Los pesos? —exclamó Roger Button—. ¡Pero si acabo de hablar de pesos y
básculas!
Benjamin lo miró aturdido, y el cielo, hacia el este, reventó de luz, y una
oropéndola bostezó entre los árboles que pasaban veloces…,

El Curioso Caso De Benjamin Button - Francis Scott FitzgeraldDonde viven las historias. Descúbrelo ahora