Los Siete Cuentos

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      Estaba anocheciendo. Bice y Cuervo conversaban en voz baja, como si estuvieran conspirando, en la acogedora cocina de la casa del vampiro, sentados a ambos lados de la mesa de madera.
No habían transcurrido ni veinticuatro horas desde su descenso al Mundo Inferior, pero la chica ya estaba ansiosa por volver. La cálida luz de la lámpara que colgaba sobre la mesa iluminaba una hoja de papel en la que Cuervo acababa de dibujar un sencillo esquema.
      -Bien, esto es lo que sabemos -dijo el vampiro apoyando el índice sobre el dibujo-. A unos veinte metros bajo nuestros pies hay una pequeña laguna subterránea,  y por debajo de ella, a unos cincuenta o sesenta metros de profundidad, hay un canal artificial, una especie de gran cañería de tres metros de diámetro por la que circula una suave corriente de agua que llena hasta la mitad. Esa corriente lleva a una cueva circular unos veinte metros de diámetro con un pequeño islote en el centro… ¿Crees que la cueva y el islote también son artificiales?
      -No creo -contestó Bice sin apartar los ojos de dibujo-. Así como el canal, túnel, cañería o como queramos llamarlo es un tubo perfectamente redondo y liso, la cueva y el islote parecen naturales.
      -Bien -prosiguió Cuervo-. En el islote hay un enano de escayola igual al que tenemos aquí en el patio y un gran libro de 512 páginas con tapas de plomo… ¿Tamaño aproximado?
      -Unos sesenta por cuarenta centímetros -estimó la chica-. Y unos quince centímetros de grosor.
      -¿Tan gordo? Debería tener muchas más páginas, entonces…
      -Es que son muy gruesas, como de pergamino; aunque el tacto es muy extraño, parecido al de la capa de Vlad.
      -Telaraña. Tiene sentido.
      -¿Por qué?
      -Evidentemente, han hecho un libro tan grande y pesado para que nadie pueda llevárselo. Pero si fuera fácil arrancarle las hojas, las tapas de plomo no servirían de nada.
      -Nunca se me ocurriría arrancar las hojas de ese libro maravilloso -comentó Bice.
      -Pues sería lo más práctico para llevárselo y leerlo con calma. Pero si las hojas han sido tejidas con hilo de telaraña, no con unas tijeras de podar podrían cortarlas.
      -Puedo fotografiar todas las páginas -sugirió la chica.
      -Sí, eso tendrías que hacer -convino Cuervo-. Necesitarás una cámara digital con flash. Y mucha paciencia.
      -Pero antes puedo volver a bajar e ir saltando de cuento en cuento. Seguro que oculta alguna clave…
      -Ni se te ocurra -la interrumpió Cuervo-. Ya has corrido bastantes riesgos.
      -Solo asomarme, para ver cómo es.
      -Bueno, asómate si quieres; pero no entres. Recuerda que, si te pasa algo -su mirada parecía preocuparse-, no puedo bajar a buscarte.


      Por segunda vez, pero con la misma emoción que la primera, Bice descendió por el angosto pozo. Cuervo iba soltando poco a poco la larga cuerda cuyo extremo había atado a la cintura de la chica, que en pocos minutos estuvo en el canal subterráneo, suspendida sobre el chinchorro que parecía media cáscara de nuez gigante.
      -¡Un poco más! -le gritó a Cuervo por el pozo.
El vampiro soltó lentamente el último metro de la cuerda y Bice se posó con suavidad sobre el pequeño bote. Se soltó la cuerda de la cintura, desamarró el chinchorro y se dejó llevar por la suave corriente hasta la cueva circular. Luego se impulsó hacia el islote central con el único remo del bote, que parecía un enorme cucharón de madera, y una vez en tierra volvió a abrir el gran libro de tapas de plomo, en cuya cubierta, en relucientes letras doradas, destacaba el misterioso título: LIBERINTO.
Como si cumpliera un antiguo rito, leyó de nuevo en brevísimo texto de la página 1:

      Es mejor sufrir una injusticia que cometerla.

Debajo, de la letra más pequeña, ponia:

      Si crees que esta máxima es correcta, pasa a la página 2.
      Si crees que es incorrecta, pasa a la página 3.

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