CAP 32: ÁMAME COMO YO LO HAGO

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Cuándo Amanda llegó al apartamento, ésta abrió la puerta con la llave que meses antes Alexandra le había dado a la joven. Dentro estaba en penumbras: solo podía ver un camino de velas y pétalos que la guiaban, se veía emocionada y todo esto lo notaba Alexandra en el escondite que había elegido. Primero fue hasta la mesa de la sala dónde había un gran ramo de rosas rojas. Alexandra escuchó como abría la tarjeta donde decía «Te Amo, mi Reina». Siguió el recorrido y observó en una pared tres fotos de ellas en unos cuadros pequeños, tres fotos que eran las favoritas de Amanda ya que fueron tomadas en Nueva York, Majestic Theatre en la entrada de la función de su musical favorito, El Fantasma de la Ópera. Alexandra había llevado a la joven a cumplir su sueño.

En la pared muy cerca de las fotos había una carta doblada que decía: Léeme. Ella la tomó como visible emoción y se dispuso a leer. «Te puedo asegurar que tendremos épocas muy difíciles, pero también te aseguró que juntas lo vamos a superar. Te garantizo que en algún momento una de las dos...o las dos, vamos a querer dejarlo todo, pero también te garantizo que si no te pido que seas mía me arrepentiré durante el resto de mi vida, porque sé en lo más profundo de mi ser, que estás hecha para mí y yo para ti., Amanda Guzmán... Por eso te pregunto»

Alexandra la escucha reír y es cuando decide salir de su escondite para pararse frente a ella... —¿Quieres ser usted, mi novia, amante, y confidente, señorita Guzmán y vivir definitivamente con está loca, altanera y egocéntrica que está profundamente enamorada de usted?

Amanda no podía hablar de la emoción, sus ojos estaban nublados de lágrimas, estaba emocionada al ver todo el amor y la entrega de su mujer. Y entre besos y abrazos le dijo que sí. Que si quería todo con ella.

—He querido regalarte mi confesión. Quiero regalarte mi tiempo, mis ilusiones y todo esto que llevo dentro. Quiero regalarte todo lo que hay debajo de este escudo—  Alexandra se tocó el pecho —Que está loca por ti.

—Es el mejor regalo que me harán jamás— Amanda la beso.

Entraron a la habitación tomadas de la mano. La puerta se cerró tras ellas y Amanda se adelantó unos pasos para ir a una mesa donde había preparado Alexandra una botella de champán y fresas, caminó hacia ahí y sirvió la bebida en las dos copas, la pelirroja la observaba mientras se daba su tiempo, pero la ansiedad le ganó, así que se acercó a ella y la abrazó por la espalda, hundiendo la cara en su cuello; aspiró su aroma natural mezclado con su delicado perfume.

—Moría por abrazarte, Amanda— susurró en su oreja, provocando un estremecimiento en la joven.

Amanda respondió la caricia sin dejar de servir las bebidas. Con las copas en las manos, se giró entre sus largos brazos. Alexandra la olía y besaba con desesperación, mordió su mentón mientras ella estaba imposibilitada de tocarla.

—Brindemos— le dijo la joven —Esta noche te voy a demostrar todo el amor que siento por ti, Alexandra Martell. Sé que a tu lado seré la mujer más deseada, amada y respetada. Lo que es igual a vivir en felicidad absoluta.

Ambas alzaron las copas y mientras Alexandra sonreía; ella se negaba a abandonar aquel cuerpo del que se estaba haciendo adicta. Amanda le dio a beber directo de la copa y la pelirroja se dejó mimar, se le derramó una gota y al verla lamer sus propios labios la lanzó a otra dimensión, por lo que se despegó un poco y vertió algo de su champaña por el centro de su pecho. La gota descendió entre los senos causando estragos en la entrepierna de la ingeniera.

Con pura perversidad Alexandra fue abriendo cada botón de la blusa, rozando a su paso la piel desnuda con el dorso de la mano. Lo que siguió fue una lucha de labios y lenguas a todo frenesí. Ambas estrujaban sus cuerpos buscando piel. Amanda metió las manos por debajo de la camisa de su amante hasta alcanzar su espalda. Los besos, las caricias, no se detuvieron mientras caminaban con pasos torpes hacia la cama. Alexandra tendió a su amante con cuidado sobre el colchón, como si pudiera romperse. Sin dejar de mirarla, de repartir besos por sus hombros, cuello y boca. —Te deseo— decía la ingeniera con pasión desatada. Se acostó sobre ella, descansando su peso en una pierna que dejó doblada sobre el colchón.

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