[1] La calma después de la tristeza [1]

893 69 14
                                    


    El silencio era sepulcral. En los asientos de madera, como tribuna de lo mórbido, vestían de negro los allegados del fallecido. Había familiares, conocidos y gente que Jimin, que estaba en primera fila, jamás había visto. El cajón estaba cerrado: el accidente no había dejado mucho de su padre como para ver su rostro por última vez. Los médicos, como consuelo, le habían dicho que lo más probable era que no haya sufrido; que al parecer todo había sido muy rápido y que no llegó a sentir dolor. Se presentó también al velorio, llorando desconsoladamente, el responsable de que todos estuvieran allí, rogando perdón. La carrocería de su vehículo, cuando las cegadoras luces se interpusieron en su camino, fue lo único que lo salvó, se sentía culpable por no haber recibido más que un rasguño. Tanto Jimin como su madre, que estaban demasiado tristes aún como para sentir rencor, lo abrazaron como si fuese alguien más de la familia. Habían recibido demasiados pésames, querían que todo terminara.

    Se llevaron el cajón a eso de las cinco de la tarde. Estaba nublado, como si el cielo también tuviera ganas de llorar. La camioneta negra iba al frente de la caravana, camino a la necrópolis.

    En el auto de la viuda, que conducía con lentes de sol puestos para cubrir sus ojos enrojecidos, se escuchaba la radio local. Era un intento de distraer la mente. Cada metro que avanzaban se sentía como un kilómetro. La marcha era lenta, como si quisieran estirar el tiempo antes de la hora de la despedida. 
Iban por un cruce cuando el ansioso y apurado conductor de una motocicleta les tocó bocina. La madre de Jimin sacó la cabeza por la ventana.

   —¡Sinvergüenza! —exclamó con rabia. Volvió a sentarse derecha, con los ojos al frente. Soltó una respiración dolida y negó con la cabeza— Que falta de respeto...

    Llegaron al cementerio. Jimin se bajó lentamente del auto, no estaba seguro de si estaba procesando la situación. Horas atrás estaba esperando a que su padre llegara a casa, después de un paseo por la ruta, para ver una película mientras almorzaban. Ahora estaba ante un gran portón, adentrándose por el camino de piedra hacia los nichos, siguiendo a los hombres que llevaban el ataúd. Se sentía irreal. Cada paso que daba, parecía ser dado en un estado onírico. Estaba casi seguro de que en cualquier momento despertaría. 
El ambiente, en contraste, era agradable. El césped, como parque, estaba perfectamente cortado y había canteros con flores coloridas. Las estatuas que adornaban el predio acompañaban a los dolientes con su gracia helenística. Gatos de diferentes tamaños deambulaban entre las tumbas más antiguas, aves cantaban sus melodías, dándole vida a aquel lugar de lo inerte.

    El trayecto terminó al fondo. Los hombres bajaron el ataúd y abrieron la compuerta de cemento del nicho familiar. Allí yacían también sus abuelos por parte de padre y una tía con la que nunca tuvo mucho trato. 
Todos estaban parados en forma de medialuna, de frente al entierro. Jimin estaba paralizado, tenso, no se podía mover. Al lado suyo estaban sus abuelos maternos, habían venido desde lejos para acompañar a su hija en el duelo.
La madre de Jimin recobró fuerzas y se acercó al ataúd. Donde se quebró y empezó a llorar como nunca antes nadie la había visto, abrazada al cajón como si fuera el cuerpo de su difunto esposo.

    —Mi cielo... —decía entre sollozos— Amor mío...

    Al ver aquella escena, las pupilas de Jimin empezaron a moverse rápido hasta que se aguaron y de sus ojos cayeron las primeras lágrimas de verdadero dolor en veinte años. Miró al suelo, devastado. Le costaba respirar. Se sentía como un niño perdido. Sus abuelos notaron su angustia y lo abrazaron con fuerza, solo logrando que su llanto se incrementara.

    —Ay, tesoro —se compadeció su abuela—, todo va a estar bien.


    Las semanas, con el tiempo que cargaban, trajeron consigo el consuelo y la paz. Aunque ya nada fuera igual. Todo en aquella casa susurraba pérdida y olía a muerte. Cada foto, cada adorno, todo recordaba a un pasado que se había ido para siempre. Los rincones eran más fríos y las sillas y los sillones transmitían vacío. Los libros de la estantería padecían el abandono de su lector más fiel y su lado de la cama había sido poseído por el desamparo. Estar allí ya no tenía sentido. No cabían dudas, ya no tenían nada que hacer allí, tenían que irse.

El Campo en tus Ojos [Jikook - Kookmin]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora