𝙼𝙰́𝚂 𝙰𝙻𝙻𝙰́ 𝙳𝙴 𝙻𝙰 𝙻𝚄𝙽𝙰

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𝙴𝚕𝚒𝚜𝚊 𝚁𝚘𝚜𝚜

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𝙴𝚕𝚒𝚜𝚊 𝚁𝚘𝚜𝚜

Una noche solitaria, paseando por el bosque como acostumbraba. Ella no sabía que en ese momento su vida cambio por completo, ella se volvería lo que más temería, siendo hija de vendedores de armas en Beacon Hills, sería todo un lío. Se tendría que acostumbrar a ser perseguida por gente con armas que su misma familia creaba.

Elisa no se reconocía, no veía en si la niña amable, que le tenía miedo a las arañas y que si mataban un insecto frente de ella lloraba, que le facinaba el helado de fresa y el pastel de chocolate. Que le encantaba las canciones de Taylor Swift y solía dormir hasta tarde por hacer su tarea correctamente, que le gustaba ocupar plumones de colores para decorar sus apuntes, que suele acomodar sus libros de ficción por colores y tiene una colección de discos de vinilo de Pinky Floyd. Esa pequeña que a ganado varios premios de fotografía y una vez fue reina del baile en el preescolar.

Ahora se veía a ella cubierta de sangre, hace unos días estaba en su caminata nocturna, de pronto un aire frío corrió por su cuerpo haciendo que se estreciera, algo había chocando con ella, una especie de animal que hizo que ella rodará un poco en una bajada, causando que se diera un golpe en la cabeza con una roca. Al día siguiente estuvo como si nada, no le dolía el golpe, no había marca, pero tenía sed, tomaba agua, bebidas hidratantes, pero ninguna funcionó.

Faltaban unos días para que iniciará la escuela, su madre se quedó en casa y le preparó comida pensando que estaría enferma. Elisa no supo en que momento estaba en la puerta trasera mirando con tanto deseo la sangre que tenía su madre en el dedo debido a un mal corté. El olor, el sabor, su garganta anelahaba la sangre.

Su madre se giró y la miro dando un respingo del susto, llevando una mano a su pecho.

—Me asustaste —sonrió— ¿Cómo te sientes linda? —preguntó.

Ella se giró a la puerta de cristal detrás de ella, dandole la espalda a su madre. Miro su reflejo y miro sus ojos, unas venas muy marcadas se miraban al rededor se sus ojos, sus ojos no eran ese color chocolate que resplandecian ternura. Ahora eran una especie de rojo profundo, un color que abundaba todo el ojo, no había ni rastro del color blanco.

Agitó su cara y froto sus ojos haciendo que volvieran a la normalidad.

—Cariño —llamó su madre— te pregunté que como sigues.

—Bien —soltó con dificultad. Intentaba mantener la respiración.

—Qué bueno, cariño —dijo la madre para empezar a cortar las verduras—. Te estoy preparando una sopa de verduras para que te recuperes.

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