El guardián ciego

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Sebastian recordaba vagamente uno de los primeros días de curso, donde el rumor de que las sirenas habitaban en el Lago Negro se había extendido y los alumnos de la sala común de Slytherin se dedicaban a buscar por los ventanales. Ahora, él los imitaba, aunque la única razón por la que le interesaba la criatura mitológica era por su canto hipnótico, deseando que una fuerza externa lo arrastrase hasta el fondo del agua y acabase por fin con su sufrimiento.

Había pasado una semana desde el entierro de su tío Solomon, un poco más desde que había pronunciado las palabras de las que más se arrepentiría durante el resto de su vida. «Yo no quería que esto acabase así», repetía el muchacho una y otra vez en su cabeza, como una idea obsesiva que no le dejaba en paz, ni tan siquiera en sus sueños. También había renunciado a intentar dormir, porque cuando no veía el cuerpo inerte de su tío, veía a su hermana Anne usando la maldición explosiva, confringo, para destruir el libro que tanto se esforzó por conseguir o el talismán que la salvaría destrozado en mil pedazos.

¿Por qué? ¿POR QUÉ HABÍAN TENIDO QUE ARRUINAR SUS PLANES CUANDO YA ESTABA TAN CERCA?

Esa pregunta resonó con tanta fuerza en su cabeza que ni se dio cuenta de que alguien más había bajado a la sala común, esquivando paredes, muebles y objetos olvidados con maestría (y un poco de ayuda de su varita mágica). Cuando Sebastian notó una mano en su hombro dio un salto tan grande que le sorprendió no acabar en el aula de la profesora Hecat.

—¿Ominis? —preguntó al darse la vuelta y recuperar el aliento.

Su mejor amigo desde primer curso, Ominis Gaunt. A pesar de ser ciego, sus ojos claros le observaban fijamente, como si pudieran atravesar los suyos y llegar hasta lo más profundo de su ser. El muchacho casi deseó que de verdad pudiera hacerlo, porque igual entonces podría arrancar de cuajo todo lo que estaba mal con él.

No habían hablado en absoluto desde el incidente de la cripta de Feldcroft, desde el momento exacto en el que lo perdió todo. Tampoco podía decir que no se lo mereciera. Todo el mundo, pero sobre todo el chico que tenía delante, se lo habían advertido; le dijeron que jugar con las artes oscuras no solucionaría nada, pero era demasiado obstinado como para escuchar.

—Hoy tampoco has ido a tu cuarto a la hora de dormir.

Le chocó un poco que se hubiera fijado en ese detalle. Ominis detestaba la magia negra desde pequeño, mucho antes de llegar a Hogwarts y empezar a estudiar hechicería, así que no alcanzaba a entender por qué seguía preocupándose por él. Se había convertido en el mismo tipo de persona de la que escapaba cuando iba a su casa durante las vacaciones, en un brujo tenebroso capaz de lanzar las maldiciones imperdonables sin pensárselo dos veces.

Entonces... ¿por qué?

—¿Cómo está? —se atrevió a preguntar Sebastian.

Notó como el cuerpo ajeno se tensaba, y es que la respuesta era evidente. Mal. Se encontraba mal porque su hermana seguía sufriendo esa maldición debilitante y ahora lo haría hasta el fin de sus días. «Si no se hubieran entrometido, entonces...»

—Sigue en vuestra casa de Feldcroft. Vamos a verla todos los días cuando acaban las clases, para ayudarla en todo lo posible.

—¿Vamos?

—La nueva incorporación —explicó Ominis—. Se está esforzando mucho para hacerla sentir cómoda. Creo que a Anne le cae bien.

Una punzada de vergüenza azotó su corazón al caer en la cuenta de que solo podía tratarse de la otra única persona que sabía dónde estaba su casa y que conocía la situación de su hermana. Un ligero suspiro abandonó sus labios, apenas encontrando consuelo en las palabras de Ominis. Nadie tendría que estar cuidándola si le hubieran dejado usar el amuleto, entonces ella estaría bien, volvería al colegio y todo habría sido como antes.

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