Capítulo 0 - 1985

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Narrado desde la perspectiva de Mario Toscano.

Mineral de Pozos, Guanajuato.

19 de septiembre de 1985, 6:32 AM.

Mineral de Pozos me pareció un lugar encantador; a pesar de ser un pueblo común y corriente, tenía algo que me llamaba la atención. Eran las 6 de la mañana y ya había cierto movimiento; uno que otro panadero, jornaleros que se dirigían a sus campos de cultivos, mujeres con sus productos que quizá se dirigían a la plaza principal o al mercado, para poderlos vender. Hacía un poco de frío, para ser septiembre.

Crucé el pueblo en una vieja Ford Ranger, acompañado por Crescencio Hinojosa, mi compañero de trabajo. Los caminos no estaban pavimentados, por lo que el movimiento de la camioneta era insoportable. Constantemente caíamos en baches y los malos chistes de Crescencio, sobre cómo era terrible manejando, me comenzaban a hartar.

— Cállate, mejor— le pedí, un poco exasperado.

Ambos pertenecíamos a una organización gubernamental secreta, llamada DRIAET (Departamento de Reconocimiento e Investigación de Anomalías del Espacio-Tiempo), que investigaba ciertas anomalías en la tierra, anomalías que podían significar el fin de nuestro universo entero, en caso de que todo saliera mal. Nos dirigíamos a una mina cercana a investigar una anomalía de la que se nos había alertado un día antes.

Al llegar al lugar, había unas cuantas docenas de trabajadores esperando a la entrada de la mina, algunos de ellos se mostraban muy molestos, pues la mina representaba su único sustento familiar. Nos estacionamos y, de inmediato, un supervisor del lugar se nos acercó.

— Buenos días— saludó con voz ronca, mientras fumaba un cigarro—. Ustedes deben ser las personas que el señor Palestra está esperando.

Crescencio se adelantó a estrechar su mano y le pidió un cigarro.

— Sí, somos nosotros— respondió, recibiendo un cigarro y encendiéndolo al instante.

— Usted debe ser el ingeniero Mario Toscano— se refirió a mí, ofreciéndome un cigarro.

Yo sólo lo miré, le sonreí y tomé el cigarro y el encendedor para comenzar a fumármelo al momento.

— Ingeniero— me reí—, así es.

Dejé salir todo el humo de mis pulmones y miré a todo mi alrededor. El sol comenzaba a arrojar sus primeros rayos, quemando e inundando de tonalidades naranjas y rosadas algunas nubes del horizonte.

— ¿Palestra ya se encuentra aquí? — pregunté, bajando una valija de la camioneta.

— Sí, de hecho, me pidió que, en cuanto llegasen, que los hiciera pasar— comentó—. Creo que lo que encontraron en la mina es algo muy importante, como para haberlos mandado a traer de un día para otro.

— Sí, supongo que algo de importancia para nosotros los... ingenieros— dije en sarcasmo.

— Pues ya llévenos— dijo Crescencio—, no queremos que Palestra espere más tiempo a nuestra llegada.

Aquel hombre, cuyo nombre no recuerdo, nos guio a la entrada de la mina, que estaba custodiada por elementos de seguridad y acordonada con mecates. Una televisión estaba encendida, mientras unos cuantos guardias desayunaban viendo el noticiero. La atmósfera se sentía un poco pesada, a mi parecer, como si algo hubiera cambiado drásticamente. Seguimos avanzando y entramos a los pasillos de la mina, que estaban iluminados con focos a cada 3 metros, uno del otro. Esa mina en especial, era de oro y ofrecía una gran riqueza económica a la región, desgraciadamente, después de esto, era inevitable su cierre.

LA OTRA TIERRA | AnáhuacDonde viven las historias. Descúbrelo ahora