21. Si supieras.

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Cuauhtémoc no le encontraba orden alguno a lo que acababa de ocurrirle. Demasiadas cosas al mismo tiempo, todas corriendo en aleatorio por cada rincón de su cabeza sin un sólo espacio para procesarlo.

Tan molesto.

Quería detenerse a pensar debidamente en todo aquello que ocurrió durante los últimos minutos, y así no sólo contemplarlo como destellos deslumbrantes de su mente, pero no podía; si miraba a su alrededor encontraba tanto desorden que sólo mirarlo resultaba sofocante, de esa manera era imposible que se permitiese pensar en otra cosa, ya lo limpiaría luego, primero debía encargarse de su aludido roomie, que entonces probablemente yacía desmayado sobre su cuerpo.

Sujetó correctamente a Ari sobre sus brazos, se echó su cabeza en el hombro y comenzó a caminar con él casi a rastras por todo el departamento hasta llegar a su habitación; pudo haber sido más difícil, pero Aristóteles cooperó.

Tal parecía que no estaba del todo inconsciente. Y eso aliviaba a Cuauhtémoc profundamente.

Temo regresó a la estancia y apagó todas las luces, luego volvió a la habitación de Aristóteles y se encargó de él.

Le quitó los botines, le sacó como pudo el saco y lo cubrió con su cobertor. Sucedió más fácil de lo que imaginaba.

Acabado el trabajo, se concedió un tiempo para contemplarle; estaba ahí únicamente aluzado por el destello de luna que se colaba entre las cortinas de la pieza, su tan anhelado amor secreto... Ya no era más un secreto.

Se preguntaba lo que sucedería al día siguiente, si Ari recapacitaría de repente, si negaría todo, si lo habría olvidado o si, en un escenario de suerte, lo sostendría y se entregaría. No tenía idea, pero tampoco tenía miedo. Ahora él lo sabía: Aristóteles lo quería.

Sí, definitivamente no podía creerlo.

Cuando pretendió retirarse de la habitación, sintió cómo las puntas de sus dedos habían sido invadidas por una mano, pronto, lo habría alcanzado hasta el brazo; cuando tiró de él,  Cuauhtémoc se giró y ahí lo halló: Aristóteles medio despierto, entonces sí casi inconsciente, pero resistiendo mientras lo miraba recostado en su cama.

Aristóteles lo contempló nuboso, consciente de su embriaguez, pero enterado de su presencia, sabiendo perfectamente cómo había llegado hasta ahí. Le sonrió y le dijo como pudo: —Quédate.

Cuauhtémoc soltó un suspiro suave, casi imperceptible. En realidad tenía mucho por hacer todavía. Tenía en cuenta que afuera la casa estaba hecha un desastre, no se sabía seguro si conciliaría el sueño consciente de tanto desorden, tampoco llevaba la pijama puesta; pese a todo, antes de darse cuenta, se había soltado de Ari para rodear la cama y recostarse junto a él.

Un momento no le haría daño a nadie.

Aristóteles se giró para poder mirarlo de frente, Cuauhtémoc hizo lo mismo. Ari le puso una mano en el rostro, cayó torpe sobre él, casi tan pesada como un golpe; Temo sólo atinó a reír. Luego entonces —con mejor tino— Ari le hizo una caricia suave y terminó deslizando la mano hasta dejarla caer en el colchón. Apenas un instante después, Cuauhtémoc alcanzó su mano y la entrelazó con la suya.

Aristóteles se quedó dormido.

Cuando volvió a abrir los ojos, su mano estaba suelta y la cama vacía. No había rastro de Temo.

Ari se repuso de inmediato, lo que le hizo experimentar un mareo abrumador. Se talló los ojos y se sintió apenas un poco mejor, o al menos hasta que detectó un pequeño pero punzante dolor de cabeza.

—Buenos días —escuchó provenir de la puerta.

Se giró estrepitosamente hacia su dirección y, antes de volver a reconocerse mareado, ahí halló a Temo recargado sobre el marco de la puerta. A Ari le parecía que lo apreciaba con una sonrisa altiva desde lo lejos mientras sostenía un vaso con algo burbujeante en él.

Al estilo del ahorrador ; aristemoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora