Vocación

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La batalla estaba perdida

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La batalla estaba perdida. El ejército que había hecho estremecer la tierra con su marcha, ahora formaba parte de ella y sus despojos cubrían la extensa llanura, conformando un paisaje macabro que se iluminaba con la luz mortecina de mi último ocaso.


Sepultado entre los cuerpos de bravos generales y soldados de a pie, yo intentaba en vano librarme, pero la sangre se me escapaba del pecho, manchando la armadura que no fue capaz de resistir ante el ataque insostenible de las flechas enemigas.


Los buitres se acercan, presagiando una oscuridad que solo puede dar consuelo a esos que expiran en medio de la agonía, mientras otros se debaten entre gritos desesperados, prueba del dolor que los atormenta o de sus últimos esfuerzos por aferrarse a la vida.


Ya nada tiene sentido. No logro reconocer los emblemas pintados en los estandartes cuyas astas atravesaron los pechos de sus portadores y solo el rojo encendido que una vez dio vida a mi cuerpo, permanece visible, porque todos los colores desaparecieron, empujados por el tórrido aliento que me quema la garganta.

Como si quisieran acorralarnos para que compartamos su misma suerte, los caballos heridos nos rodean y en sus ojos enormes y oscuros veo que mi final, a pesar de hallarme entre tantos bravos caídos, es abrazado por la soledad, porque nadie llorará con mi nombre encerrado en cada lágrima. Nunca me procuré otra cosa que no fueran apareaos de guerra y valientes consignas que dieran honor a las causas que defendía. No tuve un amor que escribiera cartas apasionadas por las cuales yo esperara impacientemente en los campamentos o en los días de marcha. Jamás aferré contra mi pecho un mechón de cabello o un pañuelo. Mi vocación era la de obedecer, empuñando un arma, lustrando los escudos para cegar al enemigo. Solo supe ganar insignias, el saludo de mis superiores, la admiración de guerreros que seguían sin refutar las órdenes dadas.


Ahora, como tantos otros vencidos, llegaría al infierno para seguir comandando a los asesinos que encontraron la muerte bajo el filo de armas más certeras que las nuestras y al mirar por última vez al cielo enrojecido, mis ojos encontraron una presencia escapada de la mayor pesadilla.


Ella caminaba entre los cuerpos tumefactos y parecía deslizarse sobre una bruma pestilente, que manchaba de negro a cuanto tocaba.

Creí que así se veía la muerte y que se acercaba para llevarme a la hoguera eterna, pero no fue mi cabeza la que arrancó, con el filo de la manga de su traje que movía como si segara un campo de trigo, en lugar de estar arrancando los miembros de aquellos que entorpecían su paso.
Sentí miedo, pavor. Esta vez no se trataba de enfrentar a un oponente superior, sino a una criatura arrancada de las entrañas del abismo y que era escoltada por los cuervos, en cuyos picos sobresalían los ojos de mis compañeros.


Habría querido tomar un arma para defenderme, mas ya no sentía las manos y la garganta se me cerraba. Los quejidos de las víctimas a nuestro alrededor se acrecentaron y como en una danza tenebrosa, las plumas de los buitres cayeron desde el cielo, conformando una alfombra que la desconocida deshizo con su traje, al detenerse a mi lado.

Nacidos del AbismoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora