Prólogo.

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Creía que sabía lo que eran los monstruos.
   De niña, solía pensar en ellos como sombras misteriosas que rondaban detrás de la ropa colgada, debajo de mi cama, en el bosque. Eran una presencia que podía sentir físicamente detrás de mi, acercándose mientras caminaba a casa desde la escuela bajo el resplandor del atardecer. No sabía cómo describir la sensación; simplemente, de alguna manera sabía que estaban ahí. Mi cuerpo podía percibirlos, percibir el peligro, como cuando se te eriza la piel justo antes de que alguien te apoye una mano sobre un hombro desprevenido, en ese momento en el que te das cuenta que la sensación inexorable que experimentaste acechando detrás de las ramas de un arbusto crecido.
    Pero entonces volteas y los ojos han desaparecido.
    Recuerdo la sensación de mis tobillos delgados que se doblaban sobre el terreno irregular mientras apresuraba el paso por el camino de graba que llevaba a mi casa, y el humo del tubo de escape del autobús escolar que se alejaba formando nubes detrás de mi. Las sombras del bosque bailaban mientras el sol se colaba entre las ramas de los árboles y mi propia silueta se cernía amenazante como un animal listo para atacar.
      Respiraba profundamente y contaba hasta diez. Cerraba los ojos y apretaba los párpados.
      Y luego corría.
      Todos los días corría por ese tramo de camino solitario, con mi casa en la distancia, que parecía alejarse cada vez más en lugar de acercarse. Mis zapatillas de tenis levantaban trozos de hierba, guijarros y polvo mientras competía contra... algo. Lo que fuera que estuviera allí, observando. Esperando. Esperandome. Me tropezaba con los lazos de las zapatillas, trepaba los escalones de mi casa y me arrojaba a los cariñosos brazos extendidos de mi padre y su aliento caliente me susurraba al oído: “Tranquila, estoy aquí. Tranquila, estoy aquí”. Sus dedos acariciaban los mechones de mi pelo y el aire en los pulmones me hacían arder el pecho. Mi corazón golpeaba con fuerza y una sola palabra se formaba en mi mente: seguridad.
        O eso creía yo.
        Aprender a tener miedo debería extrañar una evolución lenta, una progresión gradual de Santa Claus del centro comercial al viejo de la bolsa debajo de la cama; de la película no recomendada para menores que te deja ver la niñera al hombre detrás de las ventanillas ahumadas de un coche con el motor encendido, que te mira fijamente durante un segundo de más mientras caminas por la acera al anochecer. Observarlo acercarse a tu visión periférica, sentir los latidos de tu corazón subir desde tu pecho hasta la garganta y el fondo de tus ojos. Es un proceso de aprendizaje, una progresión continua de una amenaza percibida a la siguiente, la subsiguiente más peligrosa que la anterior.
        Pero no para mí. Para mí, el concepto del miedo invadió con una fuerza que mi cuerpo adolescente nunca había experimentado. Una fuerza tan asfixiante que me dolía respirar. Y en ese instante, ese momento de irrupción, me hizo darme cuenta de que los monstruos no se escondían en el bosque; no eran sombras en los árboles ni cosas invisibles que acechaban en rincones oscuros.
        No, los verdaderos monstruos se movían a la vista de todos.
        Tenía doce años cuando esas sombras, empezaron a adoptar una forma, un rostro. Dejaron de ser apariciones y se tornaron más concretas. Más reales. Cuando empecé a darme cuenta de que tal vez los monstruos vivían entre nosotros.
         Y había un monstruo en particular a quien aprendí a temer más que a todos los demás.
   

No Salgas De Noche. | Stacy Willingham. Donde viven las historias. Descúbrelo ahora