Capitulo 46

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Ale estaba de pie en el pasillo, con el corazón en un puño. ¿Qué hacia allí? ¿Por qué le había hecho caso a Ylenia? ¿Por qué estaba en la escuela, y no en el hospital con ella?

La única preocupación de los presentes parecía aquel maldito examen. Parecía que no existía nada aparte de eso. Todos los problemas del mundo estaban metidos ahí, en aquella aula.

El era el único al que le daba igual sentarse en esa silla, la calificación final, la de los profesores. Su mente estaba en otro lugar. Recordaba el llanto de Ambra, y volvía a sentir cómo un escalofrío le recorría la espalda.

Miró el reloj. El primer alumno llevaba dentro veinte minutos. A saber cuánto rato más iba a estar allí. Él era el último de todos. No iba a darle tiempo de ir con Ylenia. Pero, de todas formas, tenía que hacerlo, tenía que ir corriendo con ella, porque su corazón le decía que ésa iba a ser la última vez. No sabía explicarse el motivo de aquella sensación, pero la tenía, sabía que si no se daba prisa no iba a llegar a tiempo.

Estaba casi decidido, sólo lo retenía una cosa. Si su sensación resultaba falsa, si iba corriendo al hospital por nada, Ylenia jamás se lo perdonaría. Y los médicos se lo habían advertido dos veces: cualquier preocupación, hasta un simple enojo por un motivo insignificante, podía ser letal para ella. Su corazón no lo soportaría.

En ese preciso instante, mientras estaba sentado solo en las escaleras, con la cabeza entre las manos, sonó su celular. Lo sacó del bolsillo y vio el número de Ylenia. Claro, seguramente había pedido a las enfermeras que la dejaran llamarlo para desearle suerte en los exámenes.

Era siempre tan dulce y atenta, su Ylenia. Eso al menos quería decir que se encontraba bien, y que sus sensaciones estaban infundadas. Menos mal.

-¿Diga?

Respondió una voz desesperada, rota por los sollozos, incapaz de expresarse correctamente, de recalcar las palabras, la voz de una madre a la que le acaban de decir que su hija se está muriendo. La voz de una madre que le rogaba que se diera prisa, que corriera, que fuera a darle el último beso a Ylenia, antes de que fuera demasiado tarde. Porque sí, la vida la estaba abandonado, y quería verlo para una última despedida antes de irse para siempre. Y no volver nunca.

A toda carrera, pálido y desesperado, con el corazón hecho pedazos, con los ojos inundados en lágrimas, que no le dejaban ver, mientras sus compañeros lo observaban consternados y Claudio le suplicaba que se detuviera, que le explicara, Ale rogaba llegar a tiempo, poder decirle adiós, incapaz de creérselo, incapaz de entender.

Los médicos podían mantenerla con vida apenas unas horas y él tenía que apresurarse, tenía que correr más rápido que el viento, tenía que acudir a su lado. Va disparado por el pasillo y luego cruza como una exhalación la puerta, mientras se reprocha haberle hecho caso, haberla dejado sola, y trata de ignorar esa dolorosa punzada en el pecho y le pide a Dios un último milagro.

Está destrozado por la angustia, el sudor le chorrea de la frente, el corazón late con fuerza, la angustia aumente.

A toda carrera, por la calle, con la mirada nublada por las lágrimas y el corazón estallándole en el pecho, solo con su dolor.

Y luego, de repente, una imagen. Un instante, ese instante en el que se dice que toda tu vida te pasa delante de los ojos, como una película.

Y luego, de repente, sin fijarse en nada de lo que lo rodea, sin fijarse en el coche que avanza veloz por la calle hacia él, sin prestar atención a ese rumor sordo de frenos, como de una rama que se parte, indiferente al dolor, a la sangre, a las lágrimas de Claudio, a los gritos de sus compañeros. Indiferente a la posible muerte, pero lamentando sólo una cosa: no poder decirle adiós. Indiferente al terrible dolor en el pecho, mientras pronuncia sus posibles últimas palabras con el hilo de voz que le queda:

-¡Mi agenda, Claudio, está escrito en mi agenda! 


Final Alternativo de Escucharas Mi CorazónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora