Cuando la tía Teresa habló, otro tipo de silencio, diferente al que ya se había filtrado en cada rincón de la habitación, se hizo presente. Era el silencio del silencio mismo, del cese de la respiración, el de los músculos contraídos, y el de la sangre huyendo a esconderse en el corazón.
— ¡Ay, por favor! ¡La puta madre! ¿Alguien le puede decir a la tía Ermelinda que deje de romper las pelotas con que me vaya con ella? ¡Está lloviendo a cántaros, no me quiero cagar mojando!
La tía Ermelinda y la tía Teresa eran las únicas dos que quedaban entre siete hermanos del matrimonio Heredia. Eran muy parecidas y todo el mundo las había confundido en su niñez con gemelas, pese a que se llevaban poco más de un año de diferencia. Aunque claro, parecidas si uno se fijaba en apariencia, porque al igual que pasa entre los hermanos nacidos de un mismo cigoto, Ermelinda y Teresa convivían en una armoniosa pero clara dicotomía cómo la que poseían el agua y el aceite. Teresa, por su parte, siempre había sido bastante fría y directa. Más propensa al caos de una discusión candente, no había logrado formar pareja ni tener familia. Años de dura soledad la habían vuelto amargada y filosa, y sólo cuando Ermelinda había encontrado la viudez, cinco años atrás, había comenzado a vivir de manera obligada lo que se conocía como "una vida social"; que la pasta del domingo, que la visita del nieto, que el cumpleaños de tal. Y no es que hasta entonces nadie la hubiese invitado ¡Cómo no invitarla! No invitarla era motivo de una arrolladora conmoción propia de un drama de telenovela, y Dios librara al pobre condenado con el que Teresa se encontrara para hacer el descargo de tal desgracia. Así que si, claramente la tía era invitada. Pero de ahí a qué fuera...
Ermelinda en cambio era cálida como un sol de verano. Llena de amor y alegría, el único defecto que se cernía sobre ella y abrumaba sus días era el peso de esa soledad que su hermana tanto parecía disfrutar. Siempre rodeada de amigas, luego de sus hijos y sobrinos, y más tarde de sus nietos, temía morir y que nadie fuese a llorarla, o que la dejaran sola en un geriátrico u hospital. Quizás por eso cuando Hugo había muerto, y ya con los chicos grandes viviendo sus vidas, había ido a parar con Teresa ahí en su casita de Vidal, donde, increíblemente, pasaban sus tardes entre mates y risas.
Ermelinda y Teresa nunca se habían llevado mal. Tenían sus días, como todas las parejas disparejas, y sobre todo la tensión se notaba cuando caían visitas. La mayor, a sabiendas que aquellos momentos llenaban de ilusión a Ermelinda, nunca había echado directamente a nadie de su casa, y de eso podía estar tranquila. Sí, a veces se aquejaba de dolores de cabeza o de rodilla; o que la novela de la tarde estaba por empezar, o que "¡Mirá esas nubes! Que loco que está el clima, seguro se va a largar", entre otras sucias tretas que buscaban devolverle nuevamente la paz. Y cuando nada de esas palabrerías surtía efecto y las visitas seguían sentadas en su cocina, ahí discutían. Pero solo discutían cuando había visitas.
El resto de los días hablaban mucho de su pasado. Rememoraban entre alegría y nostalgia las épocas de juventud, cuando Ermelinda arrastraba a Teresa a situaciones que, con seguridad, no serían de su agrado. Esa era otra característica de Ermelinda, su gran poder de convicción. Como aquella vez, — habían estado charlando tan sólo unos días atrás—, cuando había arreglado una cita doble entre ellas dos, Hugo y un amigo de este último. No recordaban su nombre, pero sí su olor a tabaco, y aquel tartamudeo nervioso que fue creciendo a lo largo de la noche con los comentarios sarcásticos de su cita. O como cuando se habían ido de vacaciones al sur, a "un campamento con todos hippies rancios", según palabras de Teresa.
Sí, se llevaban bien. Quizás porque su madre había muerto joven y habían sido las únicas dos mujeres de la familia por mucho tiempo, por lo menos hasta que habían nacido las nenas de sus hermanos y las de Ermelinda misma. Quizás porque en la física los opuestos se atraen y ellas eran tan opuestas como la vida y la muerte misma, pero tan necesarias la una para la otra. O quizás porque jamás en las discusiones había verdadera maldad o saña. Todos sabían eso.
No era novedad para los invitados — sobrinos y nietos, casi siempre — que la tía Teresa se abrumaba un poco con tanta compañía, por lo que, a órdenes de Ermelinda, no le discutían. Si se quejaba de que su hermana era Kirchnerista, le contestaban "¿viste que mal, tía? ¡Que loca que está!" y si se las agarraba con las galletitas que ella había comprado, todos asentían. Nadie realmente tomaba en serio las discusiones entre ambas, y querían tanto a Ermelinda como para soportar las escenas berrinchudas una vez cada tanto.
Por eso Teresa se extrañaba tanto con aquellos rostros pálidos ¿Había gritado tanto? Quizás me excedí, pensaba, pero ¿Cómo culparla? Habían aparecido sin avisarle, cómo solía hacer su hermana uno o dos días antes de su llegada ("—Y te aviso, eh, que yo no te tengo que pedir permiso") y, sin conformarse con eso, la habían despertado de su siesta sagrada ¿Para qué? ¿Para estar todos sentados y callados sin decir nada? ¿Qué clase de visitas eran aquellas? Solo Ermelinda hablaba, y aquellos sin vergüenzas ni siquiera tenían la cordialidad de contestar. Para colmo, ni una galletita para la merienda se habían avivado los ratones de traer, así que sólo tomaban mate, mirando el celular o entre ellos sin mucho más que hacer.
—Estamos esperando a Juan Pablo para decirte algo importante, tía – comentó Catalina, que fue la última en entrar, diez minutos atrás.
Mientras tanto, sólo Ermelinda hablaba, y su insistencia constante sobre que debía acompañarla, sumada a esos invitados no deseados y maleducados, habían logrado que la poca paciencia con la que se había levantado terminara por esfumarse. Así que puede que sí, que estuviese algo más enojada de lo que ellos acostumbraban. Puede que su tono no haya sido el más adecuado. Pero tampoco para verla así, tan extrañados por su reacción ¡Qué exagerados! ¡Qué sensible aquella generación de cristal!
En todo eso pensaba la tía Teresa mientras sus sobrinos se miraron, preocupados. Y es que la tía Ermelinda había muerto hacia unas horas, en un accidente de tránsito, pero a ella todavía no le habían avisado.
ESTÁS LEYENDO
Medianoche en la guardia.
Historia CortaMedianoche en la guardia ofrece una serie de relatos cortos e historias auto conclusivas que busca llegar al lector desde lo sombrío, lo fúnebre, la tristeza y el lamento, explorando aquellos sentimientos que, pese a lo incómodos, también conforman...