Marty Gutiérrez estaba sentado en la playa, y observaba el sol de la tarde bajar cada vez más en el cielo, hasta que centelleó deslumbrante en el agua de la bahía y sus rayos llegaron hasta más abajo de las palmeras, donde el propio Gutiérrez estaba sentado: entre los mangles, en la playa de Cabo Blanco. Según lo que había podido establecer,
estaba sentado cerca del sitio en el que había estado la niña norteamericana hacía dos días.Si bien las mordeduras de lagartija eran frecuentes, como les había dicho a los Bowman, Gutiérrez nunca había oído que un basilisco mordiera a nadie. Y por cierto que nunca había tenido noticias de que
alguien debiera ser internado en un hospital por la mordedura de una lagartija. Además estaba, también, el hecho de que el radio de la mordedura que se apreciaba en el brazo de Tina parecía ser un tanto excesivamente grande para ser de un basilisco. Cuando regresó al puesto de Carara, revisó la pequeña biblioteca de investigación que allí existía, pero no encontró referencias sobre la mordedura de los lagartos. A continuación, revisó los 《International Bio Sciences Services》, una base de datos para ordenador, ubicada en Norteamérica. Pero no halló nada acerca de mordeduras de basiliscos, ni sobre internamientos por mordedura de lagartijas.Después llamó al funcionario de salud pública de Amaloya, que confirmó que un bebé de nueve días, que dormía en su cuna, había sido mordido en el pie por un animal, del que la abuela —la única persona que realmente lo había visto— afirmó que era una lagartija. Con
posterioridad, el pie se puso tumefacto y el bebé estuvo a punto de morir. La abuela había descrito a la lagartija como de color verde con listas marrones. Había mordido al niño varias veces, antes de que la mujer la espantara.—¡Qué raro! —comentó Gutiérrez.
—No, como todos los demás —contestó el funcionario, agregando que se había enterado de otros incidentes de mordedura: un niño en Vásquez, la aldea costera que venía después de Amaloya, fue mordido mientras dormía. Y otro en Puerto Sotrero. Todos estos sucesos se habían producido en los últimos dos meses. En todos, los protagonistas habían
sido niños y bebés que dormían.Un patrón tan nuevo y característico indujo a Gutiérrez a sospechar de la presencia de una especie desconocida de lagartija. Esta circunstancia era particularmente posible en Costa Rica. Sólo con ciento veinte
kilómetros de ancho en su punto más estrecho, el país era más pequeño que el estado de Maine. Y, aun así, dentro de su limitado espacio, Costa30
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ica tenía una notable diversidad de hábitats biológicos: costas marinas, tanto en el Atlántico como en el Pacífico; cuatro cadenas montañosas separadas, que comprenden cumbres de tres mil seiscientos metros y volcanes en actividad; selvas tropicales en las que llueve todo el año, bosques de montaña, zonas templadas, terrenos pantanosos y
desiertos áridos. Tal diversidad ecológica mantenía una asombrosa diversidad de formas de vida animal y vegetal: Costa Rica tenía el triple de especies de pájaros que toda Norteamérica. Más de mil especies de orquídeas. Más de cinco mil especies de insectos.Nuevas especies se iban descubriendo a cada momento, a un ritmo que aumentaba año tras año, pero por una triste razón: a Costa Rica se la estaba despoblando de su vegetación y, a medida que las especies de la jungla perdían sus hábitats, se desplazaban hacia otras zonas y, en
ocasiones, también alteraban sus pautas de conducta.Así que una especie nueva era perfectamente posible. Pero, acompañando la emoción de una sensación nueva, estaba la preocupante posibilidad de las nuevas enfermedades: las lagartijas eran portadoras de enfermedades víricas, entre las que figuraban varias que se podían trasmitir al ser humano. La más grave era la encefalitis sauria central, o ESC, que en los seres humanos y en los caballos producía una especie de enfermedad del sueño. Gutiérrez pensaba que era importante
encontrar esa nueva lagartija, aunque sólo fuera para comprobar si era portadora de enfermedades.
Observó el sol descender más, y suspiró. Quizá Tina Bowman había visto un animal nuevo, y quizá no. Gutiérrez, ciertamente, no lo había visto. Esa mañana, temprano, había cogido la pistola de aire comprimido,
cargando el peine de munición con dardos de ligamina, y se había dirigido hacia la playa lleno de esperanza. Pero desperdició el día. Pronto tendría que iniciar el viaje de regreso desde la playa hacia la colina: no quería conducir por ese camino en la oscuridad.Se puso en pie y empezó a caminar de regreso por la playa. Más lejos, y en trayectoria paralela a la de él, vio la forma oscura de un mono aullador, que se desplazaba con tranquilidad siguiendo el borde del manglar. Gutiérrez se alejó, saliendo de la playa hacia el agua. Si había
un aullador, probablemente habría otros en los árboles que pendían sobre Gutiérrez, y los aulladores tenían tendencia a orinar sobre los intrusos.Pero ese aullador en particular parecía estar solo, caminaba con lentitud y se detenía con frecuencia para sentarse sobre sus cuartos traseros. El mono tenía algo en la boca. Cuando Gutiérrez se aproximó, vio que el animal se estaba comiendo una lagartija. La cola y las patas
traseras colgaban de las mandíbulas del mono. Aun desde lejos, Gutiérrez pudo ver las listas marrones en el cuerpo verde.El biólogo se dejó caer al suelo y afirmó la mira apoyándose en los codos. El mono aullador, acostumbrado a vivir en una reserva
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rotegida, le miró con curiosidad. No huyó ni siquiera cuando el primer dardo pasó silbando a su lado, sin darle. Cuando el segundo se le clavó profundamente en el muslo, lanzó un chillido de ira y sorpresa, dejando caer los restos de su comida mientras huía hacia la espesura.
Gutiérrez se puso de pie y caminó hacia delante. No estaba preocupado por el mono: la dosis de tranquilizante era demasiado pequeña como para producirle más que unos pocos minutos de aturdimiento.
Ya estaba pensando en qué hacer con su nuevo descubrimiento. Él mismo redactaría el informe preliminar, pero los restos habría que enviarlos de vuelta a Estados Unidos para que se les hiciera una
identificación positiva final, claro está. ¿A quién se los debería enviar? El experto reconocido era Edward M. Simpson, profesor emérito de zoología de la Columbia University de Nueva York. Un refinado anciano con el cabello canoso peinado hacia atrás, Simpson era la principal autoridad mundial en la taxonomía de las lagartijas. Marty pensó que probablemente le enviaría la lagartija al doctor Simpson.32
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Parque Jurásico
RandomHola buenas,espero que se encuentren bien y talves algunos de ustedes se pregunten por que transcribi a wattpad el libro de Parque Jurásico, y, es por que yo un día lo quise leer pero la única forma de leerlo era comprando el libro pero luego de un...