El tiempo en que te conocí

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No sabía cómo, pero la recolección conjunta con los aprendices de caballero de Dunkelferger se había vuelto una locura.

En este punto, era un milagro que ninguno hubiera muerto, incluyéndose a sí mismo.

—¡Dejen de atacar esa cosa! —gritaba Heitzitze, demostrando que no era tan estúpido como había llegado a pensar.

—¡Manténganse en el aire! ¡rápido! —ordenó otro de los Dunkelferger que lo estaba acompañando como pago por el último ditter que había ganado contra ellos.

Ferdinand cruzaba su quinto año en la Academia Real. Él, Eckhart y Heidemarie requerían algunos insumos para hacer pociones que bien habría podido comprar con sus ahorros si el tonto de Heitzitze no hubiera sido tan insistente de tener otro ditter para recuperar su estúpida capa Dunkelferger junto con su honor. Nada de esto estaría pasando si ese estúpido cerebro de músculo hubiera aceptado que le devolviera su capa hace dos años.

—¡Rio... Aghh!

Otro intento de pedir ayuda interrumpido por la extraña criatura negra que se parecía demasiado a los trombes de Erenfhest. A diferencia de la anterior, esta habría terminado en tragedia si Ferdinand no se hubiera lanzado de cabeza para mover al aprendiz de caballero que se había descuidado.

El dolor de las zarpas del maldito animal en su brazo descubierto era terrible, por no hablar de la tremenda fuerza con que había sido empujado entre su impulso por cubrir a su compañero y la fuerza empleada por la bestia fey, haciéndole perder todo el aire por el golpe.

—Lord Ferdinand, ¿está usted bien? —gritó su asistente, Justus, llegando en ese momento.

—Si —respondió el joven archi duque aguantando el dolor persistente en su brazo junto con los otros golpes recientes luego de constatar que no tenía un solo vial con pociones a su disposición—, ¿alguna idea de qué es eso?

—No, mi señor, lo lamento. Nunca había visto esa criatura antes.

Ferdinand observó a su alrededor, escuchando la voz de Heitzitze dar órdenes a diestra y siniestra, en tanto los Dunkelferger sonaban igual que un avispero.

El monstruoso animal negro, el mismo que había quintuplicado su tamaño luego de absorber los ataques de los aprendices y del mismo Ferdinand, además de devorar sus intentos de pedir auxilio, brincaba ahora con impaciencia, tratando de atrapar a alguno de ellos entre sus fauces.

Debía haber alguna manera de pedir ayuda o acabar con esa cosa.

Eckhart no tardó en alcanzarlos, observando con aprehensión a la criatura y a los otros aprendices.

—Justus, ¿cómo hacen los caballeros de Erenfhest para acabar con los trombes?

—Lo lamento mucho, Eckhart, no pertenezco a la orden, así que desconozco esa información. Lo único que sé, es que utilizan un hechizo para obtener armas negras, capaces de despojar al trombe del mana robado.

Ferdinand ya sabía eso. De pura casualidad había escuchado a Silvester rogarle a su primo Karstedt que le enseñara el hechizo en algún punto durante el otoño, cuando no le quedó más opción que regresar al ducado. Por supuesto, Karstedt se había negado, alegando que había una prohibición de utilizar armas negras para algo más que cazar trombes.

—¿Ahora qué están haciendo esos cerebros de músculo? —murmuró Justus.

Ferdinand siguió su mirada, sintiendo como su corazón se aceleraba y su sangre corría fría ante la escena desarrollándose más abajo.

Heitzitze y varios otros Dunkelferger giraban a gran velocidad alrededor de la abominación negra de varios ojos en un intento por distraerlo. El asistente adulto de Heitzitze ya tenía el schtappe en alto para pedir ayuda, sin embargo, las zarpas de la bestia fey no tardaron mucho en librarse de los molestos Dunkelferger, preparándose para saltar sin dejar de observar al único otro adulto, además de Justus, que los había acompañado.

Enhebrando el primer hiloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora