Dorian

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Dorian Grey, un hombre por siempre joven, por siempre hermoso.
Lucía igual que la primera vez que lo vi hace trece años, cuando yo tenía cinco y él visitó a mi padre en busca de una consulta.

Desde ese momento me cautivó y robó mi corazón.

Quizá se pregunten porqué lo escogí a él, cuando la verdadera pregunta es, ¿Por qué no?
Con ese aspecto tan perfecto, su cabello rubio, sus labios rosados y esa nariz que nadie más puede tener; pero además de eso, su inmensa devoción por el libertinaje.

Ese inmenso deseo que te generaba el solo verlo, el deseo de pecar, de arruinar toda tu vida en un segundo.

Ese era Dorian.

Nos encontramos en un oscuro callejón, tan lejanos de todo, pero tan cercanos a nosotros.
Él tomó mi mano, no dudó ni un momento en hacerlo, me brindó esa hermosa sonrisa suya, sonrisa que a muchas más había brindado y brindaría, pero ese día era solo mía.

Salimos tan firmes y deslumbrantes que nadie podía evitar mirarnos, no sé si por el inminente deseo que emanaba de nosotros, o por la inmensa belleza de Dorian; pero no nos importaban las miradas, porque el mundo se resumía simplemente en nosotros dos.

Fuimos a aquel bar donde se esconden las estrellas apagadas y las que nunca brillaron, los ciegos y los mudos, los de moral inquebrantable y los libertinos que han probado todo, el lugar donde todos aceptaban su fracaso, pero aún así, buscaban disfrutar un poco más.

Todos nos miraban con desprecio, quizá porque podría ser solo una víctima más del famoso señor Gray.
Comencé a tener miedo, el pensar en mi familia y todo lo que desencadenaba el que se supiera que me vieron con él; mentiría si dijera que no me arrepentí, por lo menos en ese momento de estar con él; pero una sonrisa suya me hizo olvidar cualquier temor.

Éramos de nuevo los dos en aquel bar que era más nuestro que de nadie más, ¿Por qué?, la respuesta era simple, este era el escondite de todos los marginados y perdedores, los que ya no tenían nada que perder porque ya lo habían perdido todo o nunca habían tenido nada.

Tomamos trago tras trago, escuchando sus sorprendentes anécdotas de todos su viajes maravillosos, todo lo que había visto y vivido y todo lo que haría.

Lo escuché hablar y hablar por horas, así como él lo hizo conmigo.

Solo hablar, no había nada más, pues nuestro deseo se limitaba a desenrrollar nuestras mentes frente al otro; conocer los más oscuros lugares del otro, así como los más bellos.
Ese era el verdadero deseo.

Finalmente, bajo tropiezos y risas entramos a una habitación.

Le faltaba mucho para al menos ser digna, un viejo y sucio colchón en el centro y una vieja lámpara sobre el buró.

Ambos nos tumbamos con la vista en el techo.

No hubo palabras ni caricias, solo dos latentes corazones.

Así fue hasta que él habló.

Nunca olvidaré sus palabras, aquello que me dijo quedará siempre grabado en mí.

"Siempre he sabido de tu amor por mí" me dijo con su suave voz, "Esa fantasía infantil y enfermiza por simplemente saber que me puedes tener"

"¿A qué te refieres?" Le pregunté.

"A qué siempre me has querido y siempre me querrás por una tonta y sencilla razón"

"¿Cuál es?" Pregunté girando la vista hacia él.

Él simplemente sonrió y se estiró para susurrar en mi oído: "Porque yo represento para ti todos los pecados que nunca has tenido el coraje de cometer".

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