IV. Los Ecos del Silencio

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"¿Cuánto vale la experiencia sin memoria que la recuerde?

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"¿Cuánto vale la experiencia sin memoria que la recuerde?

Los etéreos pasajes del tiempo se desvanecen entre las impotentes manos de la mortalidad. Los Ecos del Silencio claman ansiosos, aferrados al desgarrado vestido de las épocas pasadas.

El más sublime entre los Natum Daemones nada contracorriente los caudales de la vida. Como red que intenta aprisionar las aguas, susurra impotente la cuenta de sus glorias.

Si los espejos reflejan la imagen del mundo presente, los Ecos del Silencio anhelan reflejar los rumbos del pasado, trayendo a la consciencia de sus oyentes los rasgados fragmentos que ha rescatado.

Gran regalo es la palabra entregada en el momento justo.

Esperanzados en llegar a ser como los ángeles, aceptaron las ropas del mensajero. «Asístelos para que no olviden las cosas importantes» oyeron en su angustia.

Dicen que quien olvida sus errores estará condenado a repetirlos, por ello los Ecos del Silencio se alzan orgullosos como fieros guardianes de la memoria, mas, en su esfuerzo dejaron ir todo rastro de identidad.

Se sometieron a la carencia de forma en el recto cumplimiento de su labor, tomando por propia la voz de sus servidos.

¿A quiénes han servido?

No pueden recordarlo, pero conservan la esperanza viva en que alguno de sus viajes les signifique la paz en el final."

Natum Daemones – pp.14

El reloj marcó las 4:00 AM mientras deslizaba su índice por la pantalla una y otra vez

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El reloj marcó las 4:00 AM mientras deslizaba su índice por la pantalla una y otra vez. No era insomnio, sino un vago instinto de no querer estar en silencio.

Los videos cortos se sucedían uno tras otro, y ya no les prestaba atención. Estaba a punto de llegar ese momento de la noche en que caía rendido por el sueño. Casi como un desmayo, había logrado agotar hasta la última pizca de su energía.

Las mañanas no eran menos difíciles. El hábito dejaba tan pocas horas de sueño que habría dado su mano derecha por dos horas más, pero tenía que trabajar. Ahora tenía que hacerse cargo de los gastos él solo, y con un par de descuentos por retraso todas sus finanzas se desestabilizarían.

Al menos la oficina era ruidosa y el café era gratis.

Pasar los días frente a planillas Excel, ingeniándoselas para ajustar los datos al formato del absurdamente complicado software de administración que habían adquirido sus jefes llegó, incluso, a ser una actividad reconfortante.

«Es lo que usan las grandes empresas en Europa» recordaba de la poco amistosa charla con su supervisor cada vez que se veía frustrado ante una configuración imposible. Pero seguía adelante, sabía que, si se estancaba, solo caería en un torbellino de pensamientos que destrozarían su ánimo.

El almuerzo era la hora más esperada del día. Al fin podía compartir con sus compañeros sin miedo a que algún supervisor de mucha experiencia, pero mal carácter, les amenazara con una amonestación.

Siempre hay algo de alivio al escuchar los problemas de alguien más. Al oír las quejas de sus colegas se sintió un poco menos solo. No era el único con días difíciles, y, probablemente, ni siquiera el que tenía peores problemas, pero la realidad siempre encontraría su momento para abofetearle en la cara.

–Entonces... ¿Marco no volverá? –preguntó Simón, luego de terminar su listado de descargos.

La inesperada pregunta paralizó su rostro, pero pudo reunir el coraje para responder.

–No... creo que no. Ya van dos semanas que no hablamos, y creo que ya me bloqueó en todas partes.

–¿Crees que se haya ido con otro? –soltó Felipe, mientras terminaba de sorber sus tallarines.

Sin duda era una pregunta inoportuna, pero sería hipócrita ofenderse por algo que él ya había pensado varias veces.

–Tal vez –concluyó, al tiempo que los ocupantes de las otras mesas comenzaban a levantarse para volver a sus puestos.

Por la tarde, el más gruñón entre los supervisores se ausentó por un control médico, así que, por lo menos, pudo ponerse los audífonos para terminar la jornada.

Aprovechó para ir quitando de las listas todas las canciones que ya no le apetecía escuchar, o, más bien, las que tenían un significado que no quería recordar.

Las horas pasaron, y se vio nuevamente en el silencioso apartamento. Estaba un poco vacío, muchas cosas se habían ido entre bolsos y maletas.

Intentó ordenar la cocina, que, en su soledad, se había llenado de ollas y platos sucios.

Mientras secaba la loza que habían comprado en oferta, recordó los varios platos que rompió cuando, de niño, intentaba ayudar a su madre. Ella jamás le reprendió, pero su torpeza era evidente. Quizás, si hubiese trabajado más duro, no hubiese sido una carga.

Se sentó en el sofá a revisar las notificaciones, y lamentó haberse conformado con el título técnico en lugar de la licenciatura, mientras pagaba una a una las cuentas a punto de vencer.

Salió al balcón, intentando contener sus emociones. Vio desde la privilegiada posición del quinto piso a los niños que jugaban en el patio interior, los que le llevaron a recordar su propia infancia.

Quizás si se hubiese animado a compartir más con otros niños, si hubiese aceptado las invitaciones a jugar de los vecinos, hoy su carácter sería diferente. Tal vez podría ser más cálido, más sociable, más amable... Todas esas cosas que Marco le pidió una y otra vez.

Volvió al sofá y se refugió una vez más entre videos y podcast. Ni siquiera tenía ánimos de disfrutar de los últimos días de suscripción del streaming que debió cancelar en el recorte de gastos.

Necesitaba contenido vacío de emociones. Toda historia le recordaba alguno de sus múltiples defectos.

Encontró la calma entre una ráfaga de videos cortos de comedia sencilla.

Pero la noche trajo de vuelta el silencio y la cama vacía. El ruido blanco no bastaba para callarlos.

Escuchaba dentro de sí a su propia voz listando sus arrepentimientos. Ese día eran mucho más claros. Llevaba mucho tiempo intentando huir de ellos, incluso cuando aún Marco seguía a su lado.

Eran los testigos de su insuficiencia, los acusadores de su mal vivida vida, que le llevaban a concluir que lo que tenía no era más que lo que merecía.

Su mayor deseo hubiese sido el comenzar de cero, el volver a comenzar su vida de forma que pudiera corregir todo eso que le había vuelto una existencia patética e indeseable.

Pero el tiempo no podía volver atrás, y el olvido parecía una droga inalcanzable, de la que su memoria no hacía más que burlarse entre reverberaciones de tiempos dolorosos.

«Por qué...» dijo en alto, en un lamento desgarrado, pero solo las paredes respondieron.

Su propia voz volvía contra su cabeza, repitiendo una y otra vez «por qué», «por qué», «por qué».

En ellas nunca había respuestas, solo lamentaciones y agónicas remembranzas.

Cubrió su rostro con la almohada, intentando ahogar el incesante susurro, pero los Ecos del Silencio le habían anclado a su pasado. Seguirían allí, aún si no los quería escuchar. No le dejarían volver a cometer errores, aún si eso significaba paralizarle para siempre.

Chronicorum Daemoniorum - Parte I: Natum DaemonesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora