8. Nautilus

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Sara

Cuando la alarma del teléfono me taladra los oídos, me doy cuenta de que me he quedado dormida en el sofá. Me duele el cuello, la espalda y cada músculo de mi cuerpo. Intento no romperme en dos cuando me incorporo y pestañeo ante la luz del sol que se filtra por las ventanas del salón.

Anoche, cuando llegué a casa después de la fiesta, subí a la habitación de Max a comprobar cómo estaba: dormido y con la cara amoratada. Debí de quedarme dormida en el sofá cuando bajé a por un vaso de agua, aún con la ropa de anoche puesta y sin haberme cepillado los dientes.

Subo las escaleras y abro la segunda puerta a mano derecha, hacia la habitación de mi hermano. Entro sin llamar, abriendo la puerta con cuidado y acercándome al borde de la cama. Le miro de nuevo las heridas y moratones.

—Max. —Le zarandeo del brazo y él suelta un gruñido. —No vayas al gimnasio a trabajar hoy, ¿vale?

En respuesta obtengo otro gruñido.

El reloj de su mesilla de noche marca casi las siete de la mañana. Tengo algo más de media hora para darme una buena ducha de agua fría, despejarme y preparar las cosas para la universidad. Los jueves universitarios deberían estar prohibidos, igual que las fiestas entre semana.

Sin importar que se me vea el pequeño raspón en la rodilla, elijo unos pantalones cortos vaqueros, una camiseta de tirantes y unas sandalias sencillas. Mientras se me seca el pelo, guardo en el bolso un cuaderno para tomar apuntes, un bolígrafo azul y una botella de agua.

Me muerdo el labio y termino por lanzarme al último cajón del armario, rebuscando entre varios conjuntos de pijama hasta dar con lo que quiero: mis viejos guantes de boxeo.

Han pasado varios años desde la última vez que los he usado, debería haberlos tirado a la basura aquel día, cuando Max y yo conseguimos salir de California. Cuando conseguí escapar de Reis Heller. Esos guantes eran el último recuerdo que guardaba de mi padre de acogida, y debería haberlos quemado junto con todo lo demás.

Los sujeto con fuerza y decido guardarlos en la bolsa de deporte que lleva tiempo abandonada en una esquina de mi habitación. Respiro hondo y lo decido: Quiero hacerlo.

Quiero volver a subirme a un ring de boxeo.

Mi hermano rompió su promesa a cerca del Subterráneo y de las peleas ilegales, eso me daba derecho a incumplir también mi parte. Podía subirme a un ring de boxeo, volver a sentir el subidón, la energía y la dopamina.

Había llegado a ser realmente buena, consiguiendo una suma descomunal de dinero que Reis guardaba bajo llave en una cuenta bancaria a mi nombre. Quedé entre los diez mejores boxeadores dentro de la categoría internacional y en el primer puesto de toda California en las competiciones mixtas. De no ser por mi huida a Jacksonville, habría añadido un nuevo trofeo a mi estantería.

El claxon de mi coche me avisa de que Alex acaba de parar frente a la puerta principal- Miro la hora en mi teléfono móvil y le anoto un punto positivo al ver que ha llegado exactamente a la hora que le dije. Me subo al asiento de copiloto, tirando de mala gana el bolso entre mis piernas, y cambiando la emisora de radio.

—Buenos días a ti también. —Alex se pasa una mano por la nariz antes de poner en marcha el Cadillac.

—¿Llegó bien Ivet a casa?

—Bueno, creo que se te olvidó comentarme que no vive sola y que una de las chicas con las que comparte piso es una psicópata. —Alzo una ceja en su dirección. —Intentó que me quedase a dormir con ella. ¡Casi me encierra en el salón!

Comienzo a reírme sin parar. Debe de estar hablando de Alina, una de las dos chicas con las que vive Ivet. Alina vive en el Subterráneo, siempre está en primera fila en las carreras y sabe moverse en ese mundillo. Debe de saber quién es Alex Harvey, puede que incluso esté obsesionada con el campeón de boxeo que regresa a la ciudad.

Golden BoyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora