2/2

37 7 0
                                    

Sin embargo, el cariño que el gato me demostraba parecía crecer en razón directa de mi odio hacia él. Con una tenacidad imposible de hacer comprender
al lector, seguía constantemente mis pasos. En cuanto me sentaba, se acurrucaba bajo mi silla, o saltaba sobre mis rodillas, cubriéndome con sus caricias espantosas. Si me levantaba para andar, se metía entre mis piernas y casi me derribaba, o bien, clavando sus largas y agudas garras en mi ropa, trepaba por ellas hasta mi pecho. En esos instantes, aun cuando hubiera querido matarle de un golpe, me lo impedía en parte el recuerdo de mi primer y cruel crimen; pero, sobre todo, me apresuro a confesarlo, el verdadero terror del animal.

Este terror no era positivamente el de un mal físico, y, no obstante, me sería muy difícil definirlo de otro modo. Casi me avergüenza confesarlo. Aun en esta celda de malhechor, casi me avergüenza confesar que el horror y el pánico que me inspiraba el animal se habían acrecentado a causa de una de las fantasías más perfectas que es posible imaginar. Mi marido, no pocas veces, había llamado mi atención con respecto al carácter de la mancha blanca de que he hablado y que constituía la única diferencia perceptible entre el animal extraño y aquel que había matado yo. Recordará, sin duda, el lector que esta señal, aunque grande, tuvo primitivamente una forma indefinida. Pero lenta, gradualmente, por fases imperceptibles y que mi razón se esforzó durante largo tiempo en considerar como imaginaria, había concluido adquiriendo una nitidez rigurosa de contornos.

En ese momento era la imagen de un objeto que me hace temblar nombrarlo. Era, sobre todo, lo que me hacía mirarle como a un monstruo de horror y repugnancia, y lo que, si me hubiera atrevido, me hubiese impulsado a librarme de él. Era ahora, digo, la imagen de una cosa abominable y siniestra: la imagen ¡de la horca! ¡Oh lúgubre y terrible máquina, máquina de espanto y crimen, de muerte y agonía!

Yo era entonces, en verdad, un miserable, más allá de. la miseria posible de la Humanidad. Una bestia bruta, cuyo hermano fue aniquilado por mí con desprecio; una bestia bruta engendraba en mí, en mí, hombre formado a imagen del Altísimo, tan grande e intolerable infortunio. ¡Ay! Ni de día ni de noche conocía yo la paz del descanso. Ni un solo instante, durante el día, me dejaba el animal. Y de noche, a cada momento, cuando salía de mis sueños lleno de indefinible angustia, era tan sólo para sentir el aliento tibio de la cosa sobre mi rostro, y su enorme peso, encarnación de una pesadilla que yo no podía separar de mí y que parecía eternamente posada en mi corazón.

Bajo tales tormentos sucumbió lo poco que había de bueno en mí. Infames pensamientos se convirtieron en mis íntimos; los más sombríos, los más infames de todos los pensamientos. La tristeza de mi humor de costumbre se acrecentó hasta hacerme aborrecer a todas las cosas y a la Humanidad entera.

Mi marido, sin embargo, no se quejaba nunca. ¡Ay! Era mi paño de lágrimas de siempre. El más paciente víctima de las repentinas, frecuentes e indomables
expansiones de una furia a la que ciegamente me abandoné desde entonces. Para un quehacer doméstico, me acompañó un día al sótano de un viejo
edificio en el que nos obligara a vivir nuestra pobreza.

Por los agudos peldaños de la escalera me seguía el gato, y, habiéndome hecho tropezar de cabeza, me exasperó hasta la locura. Apoderándome de un hacha y olvidando en mi furor el espanto pueril que había detenido hasta entonces mi mano, dirigí un golpe al animal, que hubiera sido mortal si le hubiera alcanzado como quería. Pero la mano de mi marido detuvo el golpe. Una rabia más que diabólica me produjo esta intervención. Liberé mi brazo del obstáculo que lo detenía y le hundí a él el hacha en el cráneo. Mi marido cayó muerto instantáneamente, sin exhalar siquiera un gemido.

Realizado el horrible asesinato, inmediata y resueltamente procuré esconder el cuerpo. Me di cuenta de que no podía hacerlo desaparecer de la
casa, ni de día ni de noche, sin correr el riesgo de que se enteraran los vecinos.

Eʟ Gᴀᴛᴏ Nᴇɢʀᴏ - MɪɴʙɪɴDonde viven las historias. Descúbrelo ahora