Parte Única

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Morax había presenciado uniones mortales como el matrimonio desde el principio de los tiempos. Observó cómo esas criaturas efímeras tenían la necesidad de reforzar ese vínculo duradero, como si se tratara de un contrato con la otra persona. Estar juntos para siempre. Cada época, buscaban una manera distinta de hacerlo. Aunque, en esencia, seguía siendo ese mismo mensaje.


Claro está, que a veces ese acuerdo se acababa rompiendo. La ilusión con la que se postraban en el altar había desaparecido de sus rostros con el paso del tiempo. Tejiendo, a su vez, una mayor red complicada relacional dentro de sus sentimientos. Unos complejos, sin duda. Cuando uno llevaba tantos años viviendo, estos parecían de lo más sencillos. Sin embargo, allí estaban las nuevas generaciones, sorprendiéndolo de vez en cuando.


Los mortales eran curiosos, muy curiosos. Tan curiosos que, irremediablemente, se hizo una pregunta: ¿Cómo podría pedirle matrimonio a un Dios? Y, concretamente, a Barbatos. Si bien era cierto que solía ser una promesa entre mortales, ¿qué era, en realidad, lo que los limitaba a ellos? Nunca había visto una ceremonia entre deidades, de hecho.


Su vínculo con la divinidad de los vientos no tenía nada que ver con la convencionalidad social. Nunca se denominaron nada, tampoco. Morax no sabía si sería correcto hacerlo. Aunque solo fuera por tener una experiencia más en sus largas vidas.


Ellos ya se habían hecho la promesa de estar juntos para siempre, de forma sincera. Se habían profesado el amor eterno y hablado de sus sentimientos en numerosas ocasiones, cuando su relación se hizo más estrecha.


Ya se habían prometido estar juntos para siempre, se habían profesado amor eterno y habían hablado de sus sentimientos en numerosas ocasiones a medida que su relación se estrechaba. Aún recordaba la primera vez que se lo dijeron. Cada vez que habían estado juntos, grabado en su memoria de roca sólida. Cómo se sentía la primera vez que Barbatos y él intercambiaron un beso. La primera vez que compartieron una copa de vino...


Para ser Arcontes milenarios, sus sentimientos eran muy humanos. Tal vez por eso estaba aún más encaprichado con la idea de proponerle matrimonio.


No tenía que ser un lugar extraordinario. Ni pedírselo de una forma ostentosa. Morax opinaba que, en realidad, estar casados no cambiaría ni una pizca de su relación. Solo sería una forma más de recalcar el cariño mutuo que se tenían. Por ello, quizás hacerlo ahora, que estaba a su lado, sería algo precipitado, pero perfecto.


Sus manos sostenían su cintura con delicadeza. Barbatos tenía sus dedos apoyados en sus mejillas, acariciándolas sutilmente.


Al Arconte Anemo le había dado por besarle, ¿y quién era él para negarse? Acabó acostumbrándose a esas muestras de afecto por su culpa, además. Cogiéndoles el gusto, incluso.


El viento tenía culpa, además, de su erosión. Morax había dejado atrás la coraza que solía acompañarlo, forjada tras tantos años y reforzada por las pérdidas de la guerra. El carácter que impartía respeto e infundía temor divino fue dejado atrás con el paso de los años. Seguía estando presente, claro. Ahora, Morax era alguien mucho más calmado y dócil. En cuanto a Barbatos... Su alma libre no había cambiado con el paso de los años.


Morax podía sentir su sonrisa sobre sus labios. Suaves brisas de viento levantándose en el ambiente cada vez que Barbatos decidía besarlo por enésima vez. El cosquilleo de sus alas en sus mejillas, que las cubrían a ambos en búsqueda de intimidad. Pese a que, en una montaña tan alta, ya estaban más que solos.

¿Cómo pedirle matrimonio a un Dios?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora