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Durante la cena de su tercer día allí me dio la sensación de que me estaba mirando finamente mientras yo exponía Las siete palabras de cristo en la cruz de Haydn, qué llevaba tiempo transcribiendo. Ese año tenía diecisiete y como era el más pequeño de la mesa y el que menos posibilidades tenía de ser escuchados, había creado el hábito de meter mayor cantidad de información con el menor número de palabras posibles.

Hablaba rápido, lo que hacía creer a la gente que estaba siempre nervioso y trastabillaba con los términos. Cuando termine de presentar mi transcripción, me percate de una intensa mirada que me llegaba por la izquierda. Me sentí emocionado y halagado; obviamente estaba interesado en mi, le gustaba. No había sido tan complicado al final. Pero cuando por fin, después de mi turno, me gire para examinarle y ver su mirada, descubrí un semblante frío y helador; algo a la vez hostil y vitrificante qué rozaba la crueldad.

Me desarmó por completo. ¿Qué había hecho yo para merecer tal cosa? Quería que volviese a ser amable conmigo, que se riese como había hecho tan solo unos pocos días antes en las vías del tren abandonas, o cuando aquella misma tarde le expliqué que B. era el único pueblo de Italia donde la corriera, la línea regional de autobuses qué llevaba a Cristo, pasaba de largo sin parar nunca. Se rio de inmediato al entender la referencia velada al libro de Carlo Levi.

Me gustaba cómo nuestras mentes parecía trabajar de forma paralela y, de manera instantánea, inferíamos los juegos de palabras del otro, pero al final siempre nos conteniamos. Iba ser un vecino difícil. Será mejor que me mantenga alejado de él, rumié. Y pensar que casi me enamoro de la piel de sus manos, de su pecho, de sus pies qué nunca habían pisado tierra áspera en su vida y de sus ojos que cuando te dedicaban la otra mirada, la de semblante dulce, te portaban el milagro de la resurrección.

Nunca era demasiado tiempo el qué pasabas mirándolos, sino que necesitabas seguir al tanto para averiguar por que no podías evitarlo. Debía haberle lanzado una mirada igual de aviesa. Durante dos días nuestras conversaciones se interrumpieron de forma repentina.

En el largo balcón común a las habitaciones de ambos nos evitábamos por completo: tan solo unos improvisados "Hola", "buenos días", "hace bueno", palique superficial. Entonces, sin ninguna explicación, retomamos las cosas.

-¿Qué si quería ir a correr esa manaña? No, la verdad es que no.

-Bueno, entonces a nadar

Hoy el dolor, la esperanza, la excitación de lo novedoso, la promesa de tanta dicha rondando las puntas de los dedos, el comportarme torpemente con gente a la que podía llegar a malinterpretar pero que no quería perder y por lo tanto debía hacer constantes conjeturas, el ingenio desesperado qué le brindo a todo el mundo que quiero y deseo que me quiera, las separaciones qué intercalo entre el mundo y yo que no son solo una, sino una serie de capas de puertas deslizables de papel de arroz, el impulso por condifcar y descodificar lo que no siquiera estuvo jamás en código.

Todo esto comenzó el verano en el que Spreen llego a nuestra casa. Está grabado en cada canción que sonó aquel verano, en cada novela qué leí durante su estancia y después, en cualquier cosa, desde el olor del romero en los días caluroso, hasta el ruido frenético de más cigarras por las tardes. Los sonidos y los olores con los que he crecido y que conozco de cada año de mi vida de repente se volvieron en mi contra y adquirieron un cariz tintado por lo ocurrido aquel verano.

O quizás comenzó después de su primera semana, cuando me sentía contentísimo de saber que aun sabía quién era, que aún no me ignoraba y, por lo tanto, podía permitirme el lujo de cruzarme con él cuando me dirigía al jardín sin tener que fingir que no le veía. El primero día de su primera semana fuimos corriendo hasta B. por la mañana temprano. Y después todo el camino de vuelta. Por la mañana al día siguiente nadamos. Un día después, salimos a correr de nuevo. Me deleitaba qué nuestros pies se coordinasen, el izquierdo con el izquierdo, y chocasen contra el suelo a la vez, dejando nuestras huellas en una arena a la que tenia la intención de volver, y, en secreto, colocar mi pie en el lugar donde él había dejado su marca.

CALL ME BY YOUR NAME / SPROIER Donde viven las historias. Descúbrelo ahora