Capítulo 1

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El tiempo se volvió eterno.

Aunque es relativo, ¿no es curioso?

Cada amanecer, al despertar, un sentimiento desafiaba el profundo anhelo de su corazón.
Pasaba las noches heladas observando la luna, deseando que la librara de las cadenas de la injusticia.

Pues aunque vivía rodeada de comodidad, la espina de la realidad la sometía a un revuelto de sensaciones incontrolables. Shirin no era feliz, pero, ¿por qué? El motivo se escondía entre niebla y bruma, obligándola a olvidarse para no volver a indagar.

Pero era imposible no hacerlo.

Una figura la visitaba en sus sueños y le prometía que se volverían a encontrar. Ella, cautivada por un rostro que no podía descifrar, se refugiaba en la idea de verlo de nuevo tan pronto como cayera en los brazos de Morfeo.

En un suspiro la joven se volvió para adentrarse nuevamente en su habitación, estuvo en el balcón por tanto tiempo que había perdido la noción del tiempo. Al abrir las puertas se encontró con un hombre en el umbral, sonriéndole como de costumbre.

—Estás hermosa.

El rey la saludó, luciendo de un elegante traje cobrizo. En una de sus manos sujetaba un sombrero y en la otra escondía algo detrás de su espalda, como si le ocultase algo.

—Eso dices siempre.

—Yo nunca miento. —su sonrisa se ensanchó—. Te he traído tu colgante, uno de los sirvientes lo encontró sobre la mesa... ¿ya no te gusta?

—No, simplemente se rompió, pero veo que lo has arreglado.

Shirin se acercó para tomarlo, pero Ioannis alejó su mano, evitando que lo hiciera.

—Date la vuelta, te lo pondré.

Acató a lo pedido, girando sobre sus talones, dando de cara con los grandes ventanales. La esmeralda se quedó reposada sobre su clavícula, combinaba perfectamente con el vestido que llevaba puesto.

—Vámonos, llegaremos tarde.

La larga falda del vestido descendía en pliegues, acariciando levemente sus piernas mientras caminaba. Sus manos estaban cubiertas con guantes de tela, Ioannis insistía en que lo llevara puesto, decía que de no hacerlo, el simple roce de su piel sería demasiado helado, incluso para él.

Últimamente era imposible acercarse a ella; su temperatura persistía en un estado de perpetua frialdad, como si estuviera envuelta en un hielo implacable que nunca cedía. Los ayudantes temían asistirla y vestirla, sus manos se entumecían, el escozor aumentaba y sentían que se paralizaban. Por esa razón empezó a ser evitada, todos a su alrededor sobrellevaban el constante miedo latente de tocarla.

Hizo todo lo posible por regularlo, pero su cuerpo no obedecía. Era casi como si estuviera protegiéndose de algo.

O de alguien.

Desde el carruaje los sirvientes revoloteaban de un lado a otro, estaban ocupándose las manos con cajas y objetos de todo tipo. Una mujer estaba allí, de pie con ellos, señalándoles exactamente a dónde debían llevar cada artículo de su pertenencia.

Escuchó que ella iría con ellos al evento, Ioannis la mencionó varias veces: Agatha Selen, un pariente distante del rey. A simple vista, era una mujer de belleza deslumbrante. Su cabello rubio estaba recogido con un adorno floral, y su vestido en tonos rojizos la hacía destacar.

Quizás la consideraría realmente hermosa de no ser por su actitud despreciable.

—¿Sabes el valor de esa maleta? No quiero que roce los sucios bordillos del carruaje, levántalo bien. —ordenó, cruzándose de brazos—. Primo, tienes unos sirvientes increíblemente incompetentes.

La verdad congeladaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora