Capítulo I. Pisadas sin eco
La verdad es que no lograba recordar nada. Y me esforzaba, creedme, pero todos mis intentos fueron en vano. El único dato de mi existencia que sabía con certeza es que estaba muerto. ¿Y cómo?, os preguntaréis. Pues bien, esas cosas se saben. Tardé en darme cuenta, pero cuando tratas de llamar la atención de los viandantes y nadie, absolutamente nadie, se digna a ni siquiera mirarte de reojo, debes llegar a la conclusión de que tu vida ha llegado a su fin, al menos, tal y cómo era hasta entonces.
Sé lo que estáis pensando y la respuesta es un rotundo no. Ni ángeles, ni lucecitas de colores, ni túneles con un halo luminoso al final, ni sonido de trompetas. Nada. Definitivamente nada. Y tened en cuenta que os lo dice un hombre desde el más allá, ¿o debería decir desde el más acá? Bueno, da lo mismo. El hecho es que no soy un filósofo de la vida ni nada parecido. Es más, detesto a los predicadores de la verdad absoluta, me parecen patéticos. La mayoría no tienen idea de lo que hablan. Y he tenido tiempo de sobras para conocer a unos cuantos, pero ninguno de ellos, ni tan siquiera el más convincente, se aproxima lo más mínimo.
Es una lástima el pensar que después de aquello no queda siquiera el recuerdo, tan solo el presente. Si hubiera tenido que describir donde me hallaba, sin duda hubiese dicho que era el lugar más aburrido y privado de magia de cuantos he conocido. Infinitamente cargante, monótono y rutinario.
He escuchado muchas conversaciones sobre el tema entre vosotros, entre los vivos me refiero, y todos habláis de un paraíso, un edén, el dichoso túnel, incluso de paseos por las nubes. Permítanme que me ría. Solo lo repetiré una vez más y espero que les quede claro para poder proseguir con mi historia: después de la muerte no hay nada. Y me gustaría adelantaros que hoy día continúo aquí. Quizás, estaré aquí eternamente. Lo cierto es que no me preocupa, ya me voy haciendo a la idea.
Bien. Dicho esto, os pondré en situación.
Llevaba horas vagando por aquellas angostas y sombrías callejuelas. Me resultaban extraña y angustiosamente familiares. Tal vez, debí vivir por la zona, o simplemente pasaba por allí cuando emití mi último aliento, ¿quién sabe? No lograba recordar nada. Estaba aturdido, en una especie de laguna mental, no sabría bien como expresarlo. Miraba confuso mis pies con aquel exquisito calzado del mismo riguroso negro que el resto de mi atuendo, el cual veía reflejado en los vistosos escaparates. A mi parecer, lucía muy bien con aquel traje que parecía estar hecho a medida. Mi cuerpo estaba además cubierto por una larga levita perfectamente entallada que me otorgaba un aspecto moderno y con clase. El bigote pulcramente recortado y mi cabello debidamente peinado, tan solo las puntas asomaban por mi cuello con gracilidad. No deseo pecar de ególatra pero era un joven bien parecido, a la par que interesante. Toda una lástima, pues nadie parecía hacerme el más mínimo caso.
-¡Señora! –grité a una mujer gruesa, bien vestida aunque excesivamente maquillada, que pareció mirarme-. ¡Señora! –le volví a gritar inútilmente. La mujer que pareció dedicarme una mirada de desagrado, se dirigió a un niño que había justo detrás de mí, al cual zarandeó con una aguda y molesta riña.
“Qué extraño”, pensé.
Entonces vi a dos religiosas hablando distendidamente. Venían de cara.
-Hermanas, les ruego que... –nada. Mis palabras eran inaudibles para ellas o al menos lo hacían ver. Pasaron por mi lado, y observé confuso como una de ellas, que por cierto me había rozado, tembló levemente frotándose los brazos.
Entré en una especie de estado colérico, inquieto. No podía entender qué ocurría. No sentía la humedad de aquellas callejuelas calando mis huesos, ni la brisa sobre mi piel. No sentía el suelo bajo mis pies, ni las impetuosas ráfagas del viento invernal mecer mi cabello. ¿Por qué? ¿Cuál era el motivo de mi incoherente e involuntario estado de aislamiento? No pretendía demasiado, tan solo que alguien me mostrara un mínimo de atención. Respiré hondo e intenté serenarme.
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ERRANTES
Mystery / ThrillerElla nunca pudo sentir como acariciaba su cabello mientras pasaba horas mirando por la ventana, ni mi boca besar su hombro cuando dormía, ni mi mano posarse sobre la suya cuando lloraba desconsolada. Mis sordas palabras no calmaban su sed de amparo...