Devora, una joven dulce pero marcada por su pasado, debe cumplir su condena en la prisión de Stammheim. Lo que no imagina es que Ghost, el guardia más sádico y corrupto del penal, comenzará a obsesionarse con ella.
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Ghost
Nunca me consideré un hombre de relaciones serias. El sexo, para mí, siempre había sido una vía de escape: cuerpos anónimos, placer inmediato, ningún lazo. Pero Devora... Devora cambió todo. Desde el instante en que la vi, algo crujió dentro de mí. Una chispa. Un incendio. Un deseo crudo que bajó directo a mi entrepierna y se quedó ahí, latiendo con fuerza.
Era demasiado para este lugar. Su presencia era una maldita provocación, una visión imposible entre el cemento y la podredumbre de esta prisión. Desde nuestro primer encuentro, no había podido sacarla de mi cabeza. Fantaseaba con su piel contra la mía, con sus jadeos, con la forma en que sus labios se abrirían solo para mí.
Y ahora, estaba frente a mí. Cerca. Demasiado cerca. Si no hubiera llevado los guantes, ya habría recorrido cada curva de su cuerpo. Mi autocontrol era una cuerda tensa a punto de romperse.
—¿Estás segura que quieres saberlo? —susurré contra su oído, con la voz áspera de deseo contenido.
—Claro que sí —sus labios apenas se movieron, pero su tono tembló con una mezcla deliciosa de ansiedad y excitación.
Me deshice de los guantes como si me quemaran la piel. Tomé su cintura y la alcé con firmeza, sentándola sobre una mesa cercana. El beso que le di fue como un asalto: cargado de hambre, de necesidad, de todo lo que me había reprimido.
Sus labios eran un pecado, suaves y adictivos. Presioné mi cuerpo contra el suyo, dejándole sentir cuánto la deseaba. Un gemido sutil se escapó de su garganta, como una invitación velada.
—Déjame deshacerme de esto —murmuré, deslizando con lentitud su overol por sus piernas.
Quedó frente a mí con una pequeña camiseta blanca y ropa interior delgada. Su piel, pálida y suave, parecía brillar con una luz que no venía de ningún foco. Era perfecta. Malditamente perfecta.
Mis dedos trazaron cada curva, cada línea, memorizando su cuerpo con devoción casi religiosa.
—Eres tan jodidamente hermosa —le susurré al oído, besando su cuello con la reverencia de un hombre sediento en el desierto.
—Ah… Ghost… por favor —gimió, su voz rota por la necesidad.
—Dime lo que quieres, Devora —susurré, bajando mis besos por su vientre hasta detenerme justo donde su respiración se volvió errática.
En respuesta, su cuerpo se arqueó. Mis dedos se deslizaron sobre su ropa interior, ya empapada, y un escalofrío recorrió su cuerpo.
—Estás tan mojada —gruñí, apartando con delicadeza la tela y rozando su clítoris con movimientos suaves y calculados.
Su cabeza se echó hacia atrás con un gemido ahogado que me hizo endurecerme aún más. Introduje dos dedos en su interior mientras mi otra mano le sujetaba la cintura con firmeza.
—¿Te gusta esto? —le gruñí al oído, aumentando el ritmo. —Dilo. Dime que quieres sentirme dentro de ti.
—Yo… yo… por favor… —susurró aferrándose a mí, sus palabras temblorosas, llenas de urgencia.
La observé por un momento. Entregada. Vulnerable. Ardiente. Saqué las esposas de mi cinturón y la miré fijamente.
—¿Estás dispuesta a hacer todo lo que te diga?
—Todo lo que quieras, Ghost.
La esposé con movimientos firmes pero lentos, disfrutando de cómo se rendía ante mí. Besé su cuello, su clavícula, hasta llegar a sus pechos. Eran suaves, deliciosos, como nubes que se estremecían bajo mi tacto.
Su cuerpo se estremecía bajo el mío. Todo en ella me gritaba “más”.
—Ya no aguanto más —susurré, jadeante, alzando su cuerpo y dándole la vuelta con suavidad. La incliné sobre la mesa, sus caderas alzadas, su espalda arqueada. Una visión que me dejó sin aliento.
Presioné mi erección contra su entrada, rozándola apenas.
—Ghost, no aguanto más —suplicó, temblando.
No le hice esperar. Entré en ella con un gemido gutural, sintiendo cómo su cuerpo se amoldaba al mío, perfecto, cálido, estrecho. Me moví con lentitud al principio, saboreando cada segundo, cada jadeo.
—Te encanta ser dominada, ¿verdad? —le dije entre dientes, nalgueando su trasero blanco que enrojeció al instante.
No hubo palabras. Solo un gemido.
—Respóndeme si quieres venirte —la tomé del cabello, obligándola a arquear aún más la espalda.
—Sí… me encanta… quiero más —gimió.
La penetré con fuerza, sintiendo cómo se quebraba contra mí, cómo su cuerpo se sacudía con cada embestida. Y cuando ella se vino, se entregó con un grito contenido que resonó en mi pecho como una maldita sinfonía.
Poco después, alcancé mi propio límite. Caí sobre su espalda, agotado, aún jadeando, sintiendo el calor de su cuerpo fundido al mío.
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Simon sabía que cruzar esa línea era una condena. Que lo que acababan de hacer iba contra todas las reglas. Pero, en ese instante, no le importó. La cordura era un lujo que no podía permitirse frente al cuerpo de Devora, a su sumisión, a su fuego.
Y aunque el momento se deshiciera con la luz del día, aunque la culpa le mordiera después, ahora solo existía el deseo. El deseo y el secreto.