La catedral de Salisbury se quedó totalmente vacía para mí.
Todavía casi se podía oír el murmullo lejano de todas las personas que habían asistido a una ceremonia tan desoladora como esta.
Me quedé allí durante horas, por lo que el cuerpo de mi hermano ya había sido enterrado y descansaba para siempre, por mucho que me doliese.
Todos los guardias ya estaban escoltando a Carl hasta el palacio, llevando con cada uno de ellos mi pánico y desesperación al saber que en el momento en el que llegasen a Windsor; mi vida había terminado para siempre.
Al menos, la vida que yo conocía.
Me arrodillé ante la escultura de Santa María, que según había escuchado era la viva imagen de Portia de Windsor y del hijo que no pudo tener con Louis de Wells.
Las alas estaban perfectamente talladas, los rizos se escondían ligeramente detrás de su pequeño cuello y los ojos se inclinaban de una forma casi celestial hacia el techo de la catedral.
Hacia el cielo, más bien.
Todo tenía tanto detalle que era casi imposible no idealizar esa imagen en los pensamientos. Debía haber sido aterrador vivir algo como aquello. Es cierto que, desafortunadamente, las mujeres perdían bebes todo el tiempo debido a múltiples razones; pero yo no era capaz de imaginar el dolor y el miedo que seguramente habían sufrido.
La miré con el ceño fruncido, pensando en lo difícil y desgarrador que estaba siendo todo para mí, y lo devastador que tuvo que ser entonces todo para ella; también.
Mis rodillas notaron el peso de mi cuerpo y casi se rasparon con la impecable piedra blanca que yacía bajo mi vestido. Entrecerré los ojos y bajé la mirada a esas baldosas que me sostenían en ese momento lleno de incertidumbre y desconcierto.
No tenía ni la más remota idea de lo que debía hacer.
No sabía a dónde debía acudir, o en quién podía confiar.
Escuché como el portón principal de la catedral se abrió, pintando así el suelo blanco e impecable con la luz anaranjada de la media tarde.
Me tensé de inmediato, escuchando como mi corazón latía más rápido que nunca.
Estaba preparada para todo. Estaba preparada para el fin, si eso era lo que me tocaba. Porque, pensándolo mejor, si mi hermano acababa conmigo todo sería mucho más fácil. Me quitaría años de sufrimiento, de incertidumbre y terror.
Porque, de algo estaba segura; no me encontraba con fuerzas suficientes como para vencerle. No era lo suficientemente valiente, tampoco. Simplemente era una cría luchando contra otro crío. Pero el segundo indudablemente tenía a toda la guardia de su lado mientras que yo no tenía nada.
Unos pasos algo apaciguados se acercaron hacia mi posición, haciendo que apretase los dientes ante el inminente pensamiento de que quizá y sólo quizá, mi vida estaba a punto de terminar.
Cerré los ojos cuando ya estaba lo suficientemente cerca como para acabar conmigo, esperando el golpe final y pensando que quizá morir en la catedral de Salisbury jamás había sido mi sueño; pero tampoco era el peor lugar.
Había miles de lugares peores. Más terroríficos e inhumanos.
—Es hermosa, ¿verdad? —preguntó esa voz totalmente desconocida para mí.
Comencé a darle vueltas y mil vueltas intentando entender quién podía ser el dueño de esa voz tan rasposa y a la vez dulce que había decidido deleitarme con esas palabras.
Porque, a pesar de estar aterrorizada, debía admitir que esa era una de las voces más bonitas que había escuchado en toda mi vida.
Me lo pensé mil veces antes de girar la cabeza y mirar hacia arriba para así ver quién me estaba haciendo compañía en una tarde tan bonita y a la vez desoladora como aquella. Me levanté de mi sitio, descansando así mis rodillas y permitiéndome a mí misma estar a la misma altura que la persona a la que todavía no le había visto el rostro.
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CIMIENTOS; paul mescal
RomanceA pesar de todas aquellas vidas que destruía día a día con su espada, en lo único que yo podía pensar era en la manera en la que sus manos creaban las esculturas más hermosas y sensibles que había visto jamás. La manera en la que su cincel acariciab...