I: El padre de los cuervos.

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                 Domus Corvorum

Sobre el firmamento nocturno se cernían tenues formaciones nubosas que opacaban la silueta del cuarto menguante, cuyo brillo selénico apenas alumbraba las briznas de pasto y las copas de los árboles, cuyas hojas se agitaban por aquella fría brisa. Aquella era una de esas noches en las cuales un campesino podría pensar en problemas mundanos y cotidianos, ya sea pensando en la mejor forma de proteger a su ganado de los lobos, o de procurarse el alimento para el día siguiente. Muchos trabajadores de campo agradecían tener dichas preocupaciones como el detonante de su insomnio; era una noche tranquila, como no la hubo desde hace casi tres lustros.

Un cuervo reposaba sobre una de las farolas que alumbraban los senderos de piedra de la villa. Sus penetrantes ojos verdes contemplaban las puertas cerradas de las casas, cuyos moradores no deseaban ser perturbados, mientras que en los escondrijos y callejones se refugiaban perros y gatos desafortunados, para quienes no existía la dicha de un hogar que los acogiese con cariño. Ellos estaban a su suerte, a pesar de que la piel se le pegara a los huesos a más de uno, sufriendo las penurias provocadas por la inanición y la inclemencia del frío y las enfermedades. El cuervo, indiferente, permanecía cumpliendo con la labor de su vigilia.

Aquella aldea tuvo noches tranquilas, pero ninguna como esta, en la cual incluso se escuchaban los cantos de los grillos que rompían el armonioso silencio del ambiente nocturno. Las luciérnagas titilaban en los matorrales, como diminutos copos de nieve que se asemejan a las estrellas de la bóveda celeste. El cuervo observaba atentamente, aferrándose con sus garfas de ébano al extremo de madera que soportaba aquel farol. Al igual que este, otros de su tipo cumplían con la misma labor, vigilando la villa desde lugares clave. Los córvidos no emitían ruido alguno, mas allá de los aleteos que despedían durante los cortos vuelos que hacían para cambiar de posiciones. Aquellas aves se asemejaban a patrullas de milicianos que cumplieran la labor de dar caza a escorias sociales, o a quien se resguardara bajo el velo nocturno para poder delinquir; sin embargo, ellos trabajaban con una organización envidiable, con una disciplina equiparable a la marcialidad mas férrea que un ejército pueda concebir.

Pero ellos no eran un ejército.

Su blanco e inmaculado plumaje les hacían resaltar; parecían ágiles fantasmas cuando volaban, casi como si dejaran una tenue estela reluciente tras de ellos. Uno de estos cuervos volaba lejos de los demás, retornando hacia el lugar de donde provino. Sobre la única colina que se alzaba en medio de la villa, se erigía una casa solariega de colores oscuros; la propiedad de un aristocrata, edificada para que sus ventanales permitieran la visión sobre el poblado. Las agujas de los techos de aquella casa, servían para albergar los nidos de aquellos extraños cuervos, criados por el dueño de aquella propiedad. Era llamado "El padre de los cuervos", sus "vástagos" cumplían con el deber de vigilar la villa, además de realizar algunos mandados puntuales. Este cuervo en particular, debía reportarse ante su señor; se dice que solo su estirpe podía escuchar y entender los susurros que salían de los picos del cuervo blanco.

El ave aterrizó sobre el marco de una ventana abierta en el segundo piso; era la ventada de una habitación cuyos espacios se hallaban cubiertos por estanterías repletas de libros, los cuales parecían las paredes del cuarto. En el centro de la habitación, un hombre de pelo gris permanecía sentado ante una gran mesa fabricada con madera de ébano, leyendo un libro bajo luz de vela; su vestimenta de porte aristocrático consistía de una toga negra con franjas verticales de color vinotinto en el área del pecho y las mangas, el cual le cubría por completo. Llevaba botas de cuero marrón y guantes del mismo material cubrían sus manos. La prenda más distintiva del aristocrata, era el manto de plumas blancas que reposaba sobre sus hombros, cayéndole hasta la espalda baja. El rostro del señor se dirigió hacia donde se ubicaba el ave; sus ojos verdes igual de intensos y profundos que los de aquellos córvidos, se posaban sobre este.

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