1.La casa de la playa.

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Algunas veces,el fin del mundo, coincide con el fin de la juventud, y es cuando todo lo que parecía eterno se desvanece y da paso a una nueva realidad.

El otoño de 1994, los padres de Ana, decidieron comprar la casa de la playa.

Desde que Ana era muy pequeña, sus padres compartían con ella su sueño de tener una casa cerca del mar.

Cada domingo, la familia solía dar largos   paseos por la zona del puerto marítimo de la ciudad, disfrutando del aire fresco y el sonido de las olas.

En sus caminatas, pasaban justo frente a esa casa encantadora que ahora, con el esfuerzo de ambos, habían logrado adquirir.

Cuando Ana era pequeña, los paseos dominicales por la zona del puerto se convirtieron en un ritual especial para ella y sus padres.
Cada semana, se preparaban con entusiasmo, eligiendo su madre a primera hora de la mañana, siempre uno de los vestidos que le había hecho la abuela María, entre una sensación de nostalgia por su madre fallecida recientemente y obligación de ponérselo, por todas las horas de esfuerzo e ilusión que puso la pobre mujer en hacerle vestidos a su única nieta.

Eran mañanas de detenerse sobre las doce y media en la panadería del viejo Sebastián, atraídos por el olor del pan recién hecho en horno de leña y como siempre, no hacía falta convencer a su padre para deleitarse con algún dulce que disfrutarían durante el paseo.

La emoción se palpaba en el aire mientras se dirigían al paseo marítimo, listos para vivir momentos preciosos en familia.

Una vez en el paseo, Ana agarraba con fuerza la mano de su madre, mientras su padre caminaba sólo unos metros por delante, protegiéndolos con su presencia.

El sonido del mar y el brillo del sol acariciaban sus sentidos en los meses de primavera y verano, creando un ambiente de libertad y vitalidad. Juntos, recorrían el paseo, explorando cada rincón, maravillándose con los vendedores callejeros y las esculturas de arena que adornaban algunos tramos de la playa.

Durante esos momentos, la imaginación se desbordaba.

Los padres de Ana compartían a veces historias y anecdotas de amigos, o de amigos de amigos, mientras que la pequeña, contemplaba los barcos que se deslizaban en el horizonte y observaban las aves que volaban en el cielo.

Cada momento era una oportunidad para aprender, descubrir y soñar ante la grandeza su mundo.

Pero más allá de todo, lo más preciado de esos paseos eran los lazos familiares que se fortalecían.

Conversaban sin prisas, compartiendo risas y confidencias. Los padres de Ana se deleitaban al levantarla en brazos, permitiéndole ver las gaviotas que revoloteaban sobre sus cabezas.

Con cariño, su madre acariciaba su cabello, transmitiendo amor y seguridad.

Cada paseo dominical era un recordatorio de la fuerza y la unión de la familia.

Aunque el tiempo avanzara y la vida trajera cambios, aquellos momentos quedaban grabados en el corazón de Ana.

Los paseos dominicales eran para la pequeña, un tesoro de recuerdos que mantenían vivos los lazos familiares y recordaban la importancia de los momentos compartidos.

Con el paso de los años, esos paseos por el puerto dejaron de tener el mismo encanto para Ana, quien ahora era una preadolescente de trece años.

Lo que antes había sido un ritual especial y emocionante, ahora se volvía una especie de obligación dominical, impuesta por sus padres.

El eco de los recuerdosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora