Cada día, Ana sentía un fuerte anhelo por escapar de la calma tensa que dominaba su hogar.
Aunque deseaba encontrar un refugio, un lugar donde poder liberar su mente y su corazón, (aunque fuese por un instante) se encontraba atrapada en un laberinto de inseguridades y dudas respecto a su familia, sin saber hacia dónde dirigirse, ni si tenía el valor suficiente para hacerlo.
En su deseo de evadir la tensión y el conflicto en casa, Ana exploraba cada estancia en busca de un respiro, pero ninguna de ellas, parecía ofrecerle el alivio que tanto anhelaba.
El salón, no hace tanto, lugar de risas y conversaciones alegres, ahora estaba cargado de un silencio incómodo y palabras no dichas, pero si escuchadas.
Las paredes parecían cerrarse a su alrededor, atrapándola en un ambiente opresivo.
La cocina, que hasta ahora era el corazón de la casa, ahora se había convertido en un lugar donde sus padres se refugiaban para discutir en privado. Aunque el aroma familiar de la comida aún flotaba en el aire, estaba mezclado con un sabor amargo de discordia. Ana sentía como si cada utensilio y cada superficie guardaran los secretos y las tensiones que habían invadido su hogar.
Los cuchillos, antes utilizados para cortar y preparar alimentos con cierta habilidad y precisión, ahora parecían estar afilados con palabras cortantes y cargados con la tensión acumulada. Sus fríos mangos de acero, parecían sentir el peso de unas manos tensas que los agarraban en momentos de frustración y resentimiento.
Las ollas y sartenes, una vez utilizadas para cocinar deliciosas comidas que reunían a la familia alrededor de la mesa, ahora parecían retener el calor de los desacuerdos y las palabras hirientes.
Sus superficies desgastadas y los restos de alimentos quemados recordaban los momentos en los que las emociones se desbordaban y la cocina se convertía en un campo de batalla.
Cada superficie de la cocina, desde las encimeras hasta los estantes, parecía absorber la tensión y los susurros de las discusiones en privado.
La madera de la mesa de la cocina, gastada por años de reuniones familiares y comidas compartidas en la otra vivienda, ahora parecía temblar bajo el peso invisible de las diferencias irreconciliables.
Incluso los sonidos cotidianos de la cocina parecían cargados de significado.
El chirriar de la puerta del horno al abrirse y cerrarse resonaba como un eco de las puertas cerradas entre sus padres.
El ruido del agua corriendo en el fregadero parecía ser un intento de ahogar las palabras no dichas y los silencios incómodos.
Incluso su propio dormitorio, que solía ser su santuario personal, se había transformado en un espacio cargado de emociones encontradas.
Las sabanas que antes la envolvían con una sensación de seguridad y tranquilidad ahora parecían cerrarse sobre ella, atrapando sus pensamientos y emociones en un torbellino sin escape.
Los estantes de los armarios, una vez organizados meticulosamente con sus libros, juguetes y objetos queridos, ahora parecían desordenados y cargados de nostalgia.
Los vestidos y las prendas que antes elegía con entusiasmo ahora se amontonaban en un mar de indecisión y melancolía. Cada prenda parecía contar una historia, recordándole los momentos compartidos con su familia y las ocasiones especiales, que amenazaban con no repetirse de ninguna manera.
El espejo del dormitorio, que solía ser su confidente silencioso, ahora reflejaba una imagen distorsionada de sí misma.
Cada vez que Ana se miraba en él, se encontraba cuestionando su propia identidad y su lugar en medio del caos emocional que invadía su hogar.
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El eco de los recuerdos
No FicciónA veces el fin del mundo se parece demasiado al fin de la infancia.