Mark Clark había sido muchas cosas a lo largo de su vida. Delincuente, adicto, mal estudiante, mal hijo, mal hermano y mal amigo. Pero nunca había sido el «algo» de un pijo.
—¿Quieres que siga?
Los besos de Parker eran tan adictivos como la más maravillosa de las drogas. Mark pensó que no tardaría en aburrirse de ellos, pero no fue así. Quizás eso era lo que había hecho: sustituir el subidón de las drogas por el sabor de los labios del pijo.
—Si paras ahora, te mato.
Los ojos de Parker brillaron con picardía. Se inclinó sobre él, tiró con los dientes del labio inferior de Mark y este lo agarró de la nuca, enredando los dedos entre las hebras de su pelo. Parker gimió por la sorpresa, y Mark aprovechó ese momento para culminar el puñetero beso.
Sus cuerpos eran un amasijo de extremidades entrelazadas sobre unas sábanas de seda, tan suaves y delicadas que Mark tenía ganas de desgarrarlas con las uñas. Fuera, el cielo caía sobre la tierra en forma de nieve. Diciembre había llegado con fuerza a la ciudad, regalándoles temperaturas bajo cero y la necesidad de caminar con ropa de abrigo, pero Mark no tenía frío. Sentía su cuerpo en llamas, un calor abrasador que le nacía en las entrañas. Pequeñas gotitas de sudor le caían por el cuello, y Parker las lamió con gula. Mark siseó por la sorpresa. El chico sonrió, satisfecho, y continuó el camino de besos descendentes a lo largo del tronco de Mark. Ah, sí. Por fin empezaba lo bueno.
Había algo que a Mark le gustaba más que los besos de Parker, y eso eran sus mamadas.
El niñito de papá sabía utilizar muy bien la lengua.
Así que, cuando Parker llegó hasta su destino y lamió su extensión, Mark se acomodó y se dispuso a disfrutar.
—Se parecen a ti.
Parker alzó la cabeza de debajo de la almohada y lo miró.
—¿Desde cuándo eres tan cotilla? —preguntó, pero Mark lo ignoró y siguió recorriendo con la mirada las fotografías de la cómoda.
La habitación de Parker parecía una fantasía psicodélica sacada del sueño húmedo de un millonario. Las paredes eran blancas y el techo era un artesonado de cemento, con detalles en pan de oro que remataban las esquinas. Estaba dividida a doble altura por un escalón que separaba una zona con sofás de cuero negro y una televisión de plasma de una gran cama de matrimonio. A Mark le costaba reconocer en ella la personalidad de Parker. Quizás por eso el pijo se había esforzado tanto en dejar su impronta: todo era un desastre, como si alguien hubiese tirado una granada en su interior y hubiese cerrado la puerta para evitar la onda expansiva. Se preguntó si eso era algo propio de la gente con pasta, porque la habitación de Peterson era muy similar. Recortes de periódicos pegados en las paredes con cinta adhesiva, cojines por el suelo, un portátil encendido encima de una mesita de café llena de revistas, jerséis y pantalones los respaldos de las sillas y sofás... El pijo tenía vestidor, pero, como Mark no había tardado en averiguar en las dos semanas que llevaban acostándose prácticamente todos los días, tenía tanta ropa que también contaba con cómodas repartidas a lo largo de toda la habitación. Encima de una de ellas había numerosas fotografías; todo un mosaico de rostros desconocidos, tan parecidos a Parker que Mark no dudaba de que se trataba de su familia.
Mark reconoció a su madre, la mujer con el semblante más amargado que había visto en su vida. Posaba junto a un hombre que era la versión envejecida de Parker.
—¿Es tu padre?
—Richard Parker, uno de los abogados penalistas más reputados de todo Estados Unidos. Bueno, exabogado. Ahora está jubilado.
—Lo dices como si fuera algo malo. Que tu padre sea jodidamente rico y famoso, me refiero.
Parker no contestó. En lugar de eso, rodó sobre la cama hasta alcanzar las gafas que se encontraban sobre la mesita de noche.
—Vuelve a la cama —le dijo, finalmente.
Siempre evitaban hablar de este tipo de cosas —qué eran, qué hacían—, así que Mark solía sorprenderse cuando algo más que deseo se asomaba por la mirada de Parker, sentimientos muchísimo más profundos de los que estaba dispuesto a comprender. A veces se le olvidaba que se le había declarado. El pijo no era más que un pasatiempo para él, se decía. Algo con lo que jugar de vez en cuando, sin más pretensiones que las de pasar un buen rato. Sus cuerpos se compenetraban y funcionaban en la cama, como los engranajes de un reloj. Su relación no era muy diferente a la que Mark había mantenido con Kiera durante tantos meses. Solo sexo, un poco de química.
No sabía por qué se encontraba en la necesidad de recordárselo a sí mismo todo el rato.
Mark estaba empezando a pensar que Parker era la mayor locura que había cometido jamás.
Retrocedió sobre sus pasos y se agachó para rescatar una cajetilla del bolsillo de sus pantalones.
—Ni se te ocurra —amenazó Parker—. Si mi madre te pilla fumando aquí me deshereda.
Mark ocultó una sonrisa divertida colocándose un cigarrillo entre los labios.
—¿No te ha desheredado ya? Ya sabes, por eso de ser maricón, o por ponerle los cuernos a tu novio.
Parker torció el gesto y se echó hacia atrás como si alguien acabara de abofetearlo. Docenas de motitas rojas empezaron a salirle por toda la piel y sus orejas adquirieron una tonalidad carmesí.
—Eres un gilipollas.
Mark se encogió de hombros. Se prendió el piti y le dio una larga calada. Si Parker buscaba palabras de dulzura después del sexo se había metido en el sitio equivocado.
—Dios —lo escuchó mascullar Mark. El chico se levantó de la cama y se puso los calzoncillos medio enfadado.
—¿Quieres?
Durante unos segundos, Mark estuvo seguro de que Parker lo mandaría a la mierda. De hecho, abrió la boca y colocó la lengua como para pronunciar esas palabras, pero pareció rectificar en el último momento. En lugar de eso, aceptó el piti que le ofrecía Mark, le dio una calada y volvió a sentarse sobre la cama. Mark lo acompañó segundos después.
—¿Por qué eres así? —le preguntó Parker. Tenía los rizos encrespados pegados a la frente, y Mark sintió el impulso de apartárselos.
«Por esto, mierda».
Mark no contestó. No tenía ningún sentido, nada de esto. Se suponía que iban a follar un tiempo y que luego se aburriría de él. ¿Por qué no era así? ¿Qué coño le pasaba? ¿Se estaba volviendo un sentimentaloide? ¿Qué haría cuando dejase de estar cachondo y, aun así, siguiera queriendo pasar tiempo junto a Parker?
Nunca se sintió de esta manera con Kiera.
Maldita sea.
—¿Mark?
—Acércate —dijo, no como una petición, pero tampoco como una orden. Parker guardó silencio, pero accedió. Apagó el cigarrillo en la suela de uno de los zapatos que tenía desperdigados por el suelo y recortó la distancia que los separaba. Mark tiró de él y lo besó. Su lengua sabía a humo y nicotina.
Por desgracia, no tuvieron tiempo de profundizar mucho. La puerta de la habitación se abrió y Parker se alejó de él como si Mark fuera venenoso.
Priscilla Parker los observaba lívida, como si estuviera frente a un desastre natural o un incendio que acabara de arrasar todo su hogar.
No parecía muy contenta.
ESTÁS LEYENDO
Al compás del amanecer (FRAGMENTO)
RomancePUBLICADA EN FÍSICO POR LA EDITORIAL CROSSBOOKS (05.07.13) La guerra en Operetta ha alcanzado un punto crítico. Las diferencias entre ambos bandos parecen irreconciliables y confraternizar con el enemigo se considera alta traición. Mark e Ivan camin...