Don Armando

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El cuerpo estaba allí, inerte e inmóvil justo en medio del gran salón. Con horror, todos y cada uno de los invitados observaron el pútrido cadáver de aquel longevo hombre. Los ojos abiertos mostraban una pupila vacía y opaca mientras que la boca parcialmente abierta desprendía un ligero olor a descomposición y el tono pálido de su piel reflejaba claramente la falta de circulación sanguínea en su sistema. Un invitado, advirtiendo su título de médico, se acercó y tomó sus signos vitales; sin duda alguna aquel hombre estaba muerto, presumiblemente víctima de un paro cardiaco.

José Armando García Pimentel, mejor conocido como "Don Armando", fue un hombre muy amado y respetado debido a su amabilidad y apoyo hacía las personas de San Andrés Limón. Como el patriarca de una de las familias más adineradas e influyentes del pueblo su papel sobre la economía y la política era vital. Conocido por su bondad y misericordia, sus decisiones y altruismo lo convirtieron en una figura querida y aclamada por todos. En su familia era un digno ejemplo de un padre ejemplar, un modelo a seguir para cada uno de sus seis hijos; dos varones y cuatro mujeres. Un hombre perfecto con una vida perfecta.

Al menos en el papel todo indicaba que no existía otro final para un hombre tan correcto como don Armando que un final tan tranquilo como lo era una muerte natural, una muerte causada por el paso del tiempo y la vejez. Hubiera sido un final tan acorde y perfecto, pero no fue así. Aquel tan pacifico final se tornó en el comienzo de un intrigante y atroz crimen cuando el médico desanudó la corbata y desabotonó la camisa dejando a la intemperie marcas frescas de brutales heridas cortopunzantes en su torso y pecho, la muerte natural quedó descartada de inmediato y su lugar fue rápidamente remplazado por un mar de incesantes dudas. La mera idea de pensar en qué momento de la sofisticada fiesta hubo lugar para cometer tan desagradable y macabro acto representaba ya, por sí misma, un enorme reto, la manera de ejecutar el homicidio era una incógnita y la duda que más importancia tomó fue: ¿Qué ser tan misero y cobarde habría sido capaz de atentar así contra la vida de tan benévolo hombre, consumando tal repugnante acción?

Al ser don Armando un hombre tan exitoso e importante es de esperar que tuviera un sinfín de rivalidades tanto políticas como comerciales. Sin embargo, ninguna rivalidad era lo suficientemente grande o tensa como para desembocar en una acción tan miserable. Las relaciones que don Antonio mantenía con sus competidores eran cordiales y amistosas, incluso colaboraba con la mayoría de ellos como lo hubiese hecho con una amistad de toda la vida así que, la escena, sin duda alguna, pintaba más a ser un producto de un homicidio por envidia o algún tipo de asunto personal que cualquier otra cosa. Pero ¿Quién tendría motivos suficientes para atentar contra la vida de aquel tan amable hombre?

Era un otoño del año 1892, el cambio en los vientos me arrastro a aquel pueblo tan modesto, el estremecedor crujido que emitían las hojas secas al contacto con la desgastada suela de mis zapatos me susurro suavemente la bienvenida, mientras que el espesor de aquella blanca neblina fue una sutil advertencia a tal confusión que me abrumaría hoy en día. El espesor de la misma era tal que nada a más de cinco metros podía escapar y ser vislumbrado por mi desgastada vista. Tal temporal ceguera estuvo cerca de ocasionar que fuese arroyado por un lujoso carruaje, carruaje cuya ostentosa decoración hipnotizó mi mirada y la atrajo al interior del mismo; adentro, un hombre con una mirada fría y una cálida sonrisa dirigía un cordial ademán de saludo hacia mi persona. Aquel hombre era un tal "don Armando". En aquel momento y a simple vista parecía un personaje adinerado cualquiera, más mi mirada de periodista entrenado y una ligera punzada en el pecho me hicieron saber que éste, sin duda alguna, no era el caso. Desvié la mirada, di un paso al lado y resguardé mis manos del frío helado colocándolas en los bolsillos del afelpado abrigo de piel de borrego. Sin más, me alejé con prisa rumbo a la posada más próxima tratando de no pensar en aquel sujeto cuya presencia llenaba de intriga mi mente.

Entré en la habitación, dirigí mis pesadas pisadas con dirección a aquella rígida cama de latón, coloqué mi portafolio a un costado de esta y recosté lentamente mi fatigado cuerpo sobre las sábanas baratas y la desgastada almohada carente de estructura alguna. El desconcierto y soledad son adherentes a los nuevos comienzos y son estos mismos aquellos que incitan a los pensamientos y sentimientos melancólicos que traen de la muerte a aquellos fantasmas del abandono. Intento escapar del pasado más sin olvido entiendo que de éste jamás me habré librado. En aquel momento hubiera deseado con todas mis fuerzas enterrar mi pasado en el lugar más recóndito de la tierra. El día de hoy, sin duda alguna, hubiera preferido que aquellos pensamientos hubieran terminado por sepultar mi propia trágica, aberrante y desafortunada existencia. 

Atrocidades de una cálida sonrisaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora