Me encuentro sentado en una banca del parque, el viento frío acaricia mi rostro y de manera sutil se lleva consigo los pensamientos caóticos. Inhalo con fuerza, el intenso olor a hojas secas recorre súbitamente mi olfato dejando tras sí una adorable sensación de calma. De vez en cuando el grito agudo de un infante berrinchudo alerta mis sentidos y evita que caiga profundamente dormido. Es impresionante como tomar un par de minutos para detenerte y observar puede cambiar por completo la perspectiva con la que la que miramos al mundo. Tantas delicadas alegrías son ignoradas cuando vivimos contando los segundos, mendigando los minutos.
De pronto, recuerdos aleatorios comienzan a salir del pozo más profundo, viejos fantasmas que asechan en la oscuridad de la noche y hacen crujir con fiereza las paredes de la casa; susurran dolor y agonía. Resulta lamentable cuando la tormenta en tu mente invade con violencia momentos tan preciados como este. El día de hoy no paso mis días mendigando un poco de tiempo, los paso implorando, con desesperación, un poco de paz. En mi mente transcurren recuerdos como si fuese una exposición de las obras del célebre James Tissot, en especial un recuerdo llama mi atención: un recuerdo del 11 de diciembre de 1881, una fecha fácil de recordar debido a que este día las hermosas calles de la Ciudad de México se iluminarían con un novedoso sistema de alumbrado público. Un domingo cualquiera, una tarde de teatro con mi prometida y su familia, claro que ella aún no lo sabía. Sin embargo, en cada ocasión que mi mirada se situaba sobre su delicado rostro y su bella sonrisa hipnotizaba hábilmente a un servidor, mis pensamientos solo apuntaban a un deseo en específico: convertir a esa mujer en mi esposa, en el alma que acompañaría mi corazón y danzaría con mi espíritu por el resto de la eternidad.
El teatro se encontraba abarrotado, célebres personalidades se paseaban de extremo a extremo pavoneándose frente a la multitud. Elegantes vestidos manufacturados con telas de algodón, manta, lana, seda y encaje, el estilo afrancesado de la indumentaria era clara representación del elevado estatus social de los aquí presentes. Me atrevería a decir que muchas de las prendas fueron traídas de Francia y elaboradas por el mismo Frederick Worth. El don que me convirtió en un gran periodista también es el mismo que me convirtió en un gran desdichado. Sin importar la situación jamás logré suprimir la nefasta necesidad de observar más allá de los falsos gestos que estiraban la comisura de los labios de extremo a extremo, sonrisas falsas como la bondad de las personas. Entré la muchedumbre un personaje acaparó mi atención: un tal Aureliano Blanquet, general leal al gobierno de Díaz que ha actuado como un fiel perro de caza desde el plan de Tuxtepec. Su fama llegó con sus heroicas actuaciones en la intervención francesa y estalló con la captura y fusilamiento de Maximiliano. Los rumores acerca de las atrocidades cometidas por el general contra los pueblos mayas y yaquis corrían de voz en voz, se contaba que tenía una extraña fascinación por desollar vilmente a los rebeldes que capturaba durante sus campañas para después dejarlos abandonados en las tierras quemadas por el sol. Sin embargo, lo que a mí me interesaba no eran estos rumores sino sus exclusivas fiestas secretas y lo que ocurría en ellas. Había estado siguiendo sus pasos por un par de tiempo hasta que me encontré con algo aberrante, más aberrante incluso que sus atrocidades contra la gente de estos pueblos. El general y su gente tenían la costumbre de capturar mujeres y niñas, sin importar la edad, para después ser vendidas con diversos fines. Algunas otras eran reservadas para ser llevadas a sus fiestas perversas, de las cuales nunca salían.
El señor Armando era una persona completamente distinta al general Blanquet, su semblante, mirada, sonrisa y la manera de hablar eran reconfortantes y gentiles. A pesar de que todo indicaba la bondad en su persona siempre sentí una mala espina cuando estaba cerca, un malestar en el estómago como si de manera inconsciente sintiese un enorme repudio por aquella gentil sonrisa. Mi curiosidad siempre me hizo conocer más de cerca a las personas y mi necesidad de desenmascarar los secretos de los demás me llevó a la fama para posteriormente hundirme en la ruina, así que esta vez, por mi seguridad, me rehusé de forma rotunda a pensar en aquel hombre. Para mi desgracia aquel era un pueblo muy pequeño y el grato saludo de una bella dama me regresó de mis pensamientos, maldito sea aquel saludo cuya sensación de calidez condeno mi fortuna.
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Atrocidades de una cálida sonrisa
Misterio / SuspensoA través de las siguientes páginas serás testigo de incontables secretos ocultos hábilmente por la espesa neblina. La blancura podría ocultar fácilmente la oscuridad dentro de la mente humana. Atrocidades, asesinatos, memorias, romance, ilusión, tod...