I

1 0 0
                                    

Un grito espantosamente agudo llegó hasta mis oídos y me taladró la cabeza. Me cubrí las orejas con demasiada fuerza, y aún así, no fue suficiente. Al grito agudo le siguió un gutural gruñido, más propio de una bestia que de un ser humano. Me erizó la piel, tenía miedo. Yo, un hombre maduro que presumía de no temer a nada, ahora sentía miedo, como un niño pequeño al que le acabaran de contar una historia de terror. Miedo de una cosa que no comprendía y que no era igual a mi, ni a ninguna otra persona. Estaba aterrado. Mis ojos se movieron rápidamente a la ventana y la puerta de mi habitación, casi por instinto, para asegurarme de que estaban cerradas. Sentía que en cualquier momento se arrastraría hasta mi y me tragaria completo. Temblaba de pies a cabeza.

De pronto, aquel gruñido fue bajando de tono, haciendose cada vez más suave, hasta que se convirtió en un débil lamento. Una voz femenina que sufría. Una mujer que lloraba. El corazón se me desgarró y las lágrimas resbalaron como ríos por mis mejillas.

¿Que es lo que había hecho?

Unos pasos se acercaron  presurosos por el pasillo.

– ¡Por Dios santo! ¿¡Quién dejó entrar a ese monstruo!?– se quejó una voz masculina. Pretendía sonar furioso y valiente, pero adiviné que estaba tan asustado como el resto.

– ¡Shhh! – le susurró con premura una voz femenina. Dijo algo más que no pude escuchar, aunque sabía que era sobre mí. Sus pisadas se alejaron.

"Fui yo", pensé. "Yo lo hice. Todo es culpa mia. Dícelo".

El fuerte golpe de una puerta siendo aporreada me hizo estremecer. Algunos de los sirvientes dejaron salir un grito de terror. Comencé a temblar y recé en voz baja la única oración que me sabía. Estaba sentado sobre la cama, abrazándome las rodillas y meciendome como lo hacían los locos del manicomio.
Tres noches, tan solo tres noches escuchandola desgarrarse y ya estaba a un paso de la locura.

Los golpes en la puerta cesaron. Me enderece un poco sobre la cama; los gritos, el llanto, los gruñidos, se apagaron de pronto. El mundo quedó en silencio; en los pasillos, los sirvientes enmudecieron y yo sentí que estaba al borde de un colapso. No me gustaba tanta quietud, era como una breve calma que precedía a la peor de las tragedias y uno solo podía aguardar con el corazón en vilo, incapaz de impedir lo que ocurriría.

No había sido así las dos noches anteriores. Ella se dedicaba a gritar y gruñir salvaje durante toda la noche. Se golpeaba y ya había destrozado prácticamente toda la habitación.  Yo no había dormido desde entonces y tampoco la había visto. Lo había intentado tras la primera noche, pero, furiosa y dolida, gritó que no quería verme más.  Tampoco permitió entrar a nadie ni siquiera para servirle alimento o ayudarle a asearse, así que ordené que su habitación permaneciera siempre bajo llave.

Estaba lleno de rabia.

Pero había sido error mío desde un principio. Todo había llegado a tales circunstancias por culpa de mi obstinación, de mi terquedad por aferrarme a algo que jamás debio ser. Tomé una mala decisión, hice de lado la realidad por una bella ilusión y ahora estaba pagando las consecuencias. Solo hasta ahora podía darme cuenta de lo ciego que había sido. De la venda llena de fascinación y deseo que tenía sobre los ojos y que yo mismo me había negado a retirar.

Mi mente volvió al día en que la encontré:

La vi por primera vez entre el verde del verano y el tranquilo susurro del agua cristalina, paseando y jugando en las colinas, en un sitio bastante apartado de la civilización; en una hermosa mañana, engañosamente perfecta. Me hechizó de forma instantánea, a tal grado que me quedé mirándola hasta que la tarde cayó y para cuando volví a casa, suspirando como un tonto, ni siquiera llevaba ya conmigo el rifle con el que pretendía cazar.

La última noche Donde viven las historias. Descúbrelo ahora