Una vez concluido el almuerzo, Julieta y Miranda decidieron caminar por La Avenida mientras tomaban un helado.
–Creo que la pasta me ha sentado mal –dijo Miranda echándose mano a la parte alta del estómago.
–No me extraña, te habrás comido al menos medio kilo de picante. ¿A quién se le ocurre?
Mientras reían alegremente de camino a la revista, un hombre de unos cincuenta años, alto y con canas, caminaba por el mismo sitio, en dirección contraria a ellas. Era muy elegante, y lo demostraba al andar. Sus ojos castaños estaban enmarcados por unas pobladas cejas y largas pestañas, que le daban un toque misterioso a su mirada. Alrededor de éstos, se advertían pequeñas e incipientes arrugas que delataban su edad. Vestía pantalón y chaqueta azul en un cálido día de primavera, además de una camisa blanca, de la que faltaban por abrochar los dos primeros botones. Sin duda era el tipo de hombre al que todas las mujeres miraban cuando se cruzaba en su camino, pero en esta ocasión las dos amigas caminaban demasiado enfrascadas en sus historias como para advertir su presencia.
Justo en el momento en que se encontraron, el caballero cruzó ante ellas provocando un choque. Julieta que caminaba mirando a su amiga y agarrándola del brazo para enfatizar lo que le contaba, tropezó con él, dejando estampado sobre la blanca camisa el helado de chocolate.
–¡Oh! Dios mío. No sabe cuánto lo siento, caballero –exclamó ruborizada llevando su mano izquierda sobre la boca.
–No se preocupe, señora. Llevo veinte años esperando este momento.
–Dios, pues ya tiene paciencia –bromeó Miranda con la vista perdida al infinito mientras sujetaba el bolso de Julieta, que intentaba limpiar la mancha de la camisa.
–No se preocupe, Julieta. En este momento la mancha es lo de menos –dijo el tipo cogiendo la mano con la que ella limpiaba, la hasta entonces impoluta prenda.
–¿Cómo ha dicho? –preguntó con tal asombro que sus espectaculares ojos negros casi se salen de las órbitas.
–He dicho que no se preocupe, no pasa nada. Ha sido un accidente –respondió con seguridad el misterioso hombre.
–No, me refiero a cómo me ha llamado. Lo ha hecho por mi nombre, ¿verdad, Miranda?
–Sí, pero... lo habrá escuchado mientras hablábamos...
–Creo que se equivoca, señorita –dijo el caballero clavando sus penetrantes y enigmáticos ojos por primera vez en los de Miranda–. Sé mucho más sobre su amiga de lo que ustedes piensan. Su nombre es Julieta Ros, y está casada con el doctor Mario Mascaró, un prestigioso cardiólogo, por cierto. ¿Necesita más datos para confirmar que me refiero a ella?
La cara de Miranda no era de absoluto convencimiento, a pesar de que él había dejado claro que no se equivocaba de persona.
–¿Todavía sigues escondiendo los guisantes en los bolsillos, Julieta? –le preguntó. Si había algo que ella odiaba desde niña, eran esas repugnantes bolas verdes que Jorge le obligaba a comer.
Julieta, que en ese momento estaba cogida de la mano de Miranda, la apretaba cada vez con más fuerza, clavándole sus uñas de perfecta manicura francesa. Necesitaba una forma de sostenerse porque, las piernas le temblaban tanto que creía que se iba a caer desplomada al suelo.
–Ahora mismo no tengo tiempo para darle más explicaciones, pero estaría encantado de invitarla a cenar para que hablemos con tranquilidad.
Tras esa explicación, el misterioso hombre sacó una tarjeta del bolsillo interior de la chaqueta, en ella estaba su número de teléfono junto al que anotó el de la habitación del hotel.

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Algún día volveré
RomanceJulieta Ros vive un perfecto matrimonio con Mario Mascaró, un cardiólogo hijo de uno de los mejores amigos de su padre, con el que se casó tras ser novios desde la adolescencia. El noviazgo fue interrumpido de mutuo acuerdo durante un año, en el que...