MUERTE

389 241 18
                                    

CAPÍTULO 20

En la lúgubre penumbra de mi ser, aguardé día tras día la llamada de la UCI, transmitiendo el estado de mi madre envuelta en el denso velo del dolor y la incertidumbre.

La implacable espera de la llamada diaria, se convertía en una tortura silenciosa, mientras el tiempo se desvanecía en un mar de desesperanza.

Por aquel entonces nos estaba prohibido ir al hospital por la situación del COVID.


Y yo solo pensaba en aquella habitación de cristales transparentes, y en aquel lecho frío donde la fragilidad de la vida se manifestaba en cada zumbido de la maquinaria que sostenía su débil existencia.

Era una travesía por un desierto emocional, donde la esperanza y la desolación bailaban un oscuro vals, llevándome al borde mismo de un abismo de angustia y desconsuelo.

Yo recordaba su cabello largo y oscuro, evocaba abrazos y momentos de sol de cuando era niña. Me hallaba perdida, incapaz de despegarme de esos recuerdos.


En medio de mi desconcierto, mi hermano me compartió una revelación que dejó mi mente tambaleando. Me contó que mi madre había mencionado en una conversación su deseo de descansar junto a mis abuelos. Yo confiaba plenamente en mi hermano y en sus palabras.

Me embarqué en una misión para encontrar una solución, llamando al ayuntamiento de mi pueblo y moviendo parte de mi familia, para que esos deseos que había manifestado, mi hermano sobre nuestra madre, se hicieran realidad.

Esta idea de mi hermano desató tensiones en la familia. Mi madre tenía que ser incinerada, puesto que estaba infectada por el COVID, pero tanto mi padrastro como mi hermano ya tenían en la cabeza la incineración.


Mientras yo seguía haciendo llamadas a familiares, para ver de qué manera podríamos dejar las cenizas al lado de mis abuelos. Mi padrastro no estaba de acuerdo con nada de lo que proponía mis tíos, algunos tenían ideas diferentes, y querían hacer otro funeral, llegados al pueblo.


Más tarde me di cuenta de que esa idea se estrellaba contra la realidad, mis abuelos estaban enterrados en nichos, y no había espacio contiguo para cumplir ese deseo.


Mi hermano había mentido sobre la última voluntad de mi madre.


Una ola de incredulidad y shock me inundó, dejándome perpleja ante la situación. Todavía no doy crédito de cómo me pude involucrar en esta aberración, mi madre jamás se hubiera querido ser incinerada, era católica.


Llegó el 31 de diciembre, un día en el que la gente te felicita y te desea un feliz año nuevo. Sin embargo, yo sabía lo que me deparaba el nuevo año. Mi madre se marcharía de este mundo. Los mensajes que recibía quedaron sin respuesta, ya que estaba sumida en la cruda realidad que me esperaba.


En el amanecer sombrío del 2 de enero, mi mundo se desmoronó en pedazos. Una llamada de la U.C.I. rompió el silencio que reinaba en la casa, una llamada que trajo consigo la noticia más dolorosa que jamás hubiera imaginado.


Del otro lado de la línea, una voz con halo de tristeza, me golpeo como un puñetazo en el estómago: el tiempo de mi madre se había agotado.


Corrí hacia el hospital con el corazón en un puño. El camino parecía infinito, una maraña interminable de calles y luces difusas que no dejaban de recordarme lo fugaz y frágil que era la vida. Las lágrimas luchaban por salir una tras otra, mientras lidiaba con el terror de enfrentarme a una realidad que no quería aceptar.

Me fui dando cuenta de la crueldad de la vida y la inevitabilidad de la muerte. La impotencia de no poder detener el paso del tiempo que desvanecía ante mis ojos, llevándose consigo una parte irremplazable de mi vida.

Arrastrándome a un futuro incierto y oscuro.

Al llegar al hospital, el aire se volvió denso y opresivo.

Mi marido, padrastro, hermano con su novia, mi tía y yo, estábamos allí para acompañarla en sus últimos momentos.

Mi hermano manifestó que nuestra tía le había pedido entrar ella, pero yo sabía que era mentira, aunque en ese momento justificaba su actitud como una forma de afrontar la situación, la diversidad de reacciones en ese lugar reflejaba cómo cada uno gestionaba el duelo.

Llegó el momento de entrar y despedirse.

El aliento vital de mi madre se desvanecía lentamente, mis lágrimas se deslizaban por su mano, llevando consigo el peso abrumador de la pérdida inminente.

La presencia de mi tía, sosteniendo su otra mano, se convirtió en un ancla en medio de la tempestad, ofreciendo un apoyo silencioso en un momento de dolor desgarrador.

Nuestras palabras de amor se tejieron alrededor de ella, formando un escudo frágil contra la inevitable llegada del final. Y cuando su último suspiro se desvaneció en el aire, una sensación de vacío infinito se apoderó de mí, silenciando cualquier sonido, salvo el eco persistente de la pérdida.

Cuando salimos di la triste noticia, nos fundimos en un abrazo, el cual me sostuvo porque no sentía ni las piernas.

Mi padrastro se emocionó un poco, pero mi hermano estoico rápidamente, sacó los papeles del seguro y llamó a la funeraria

Cuando llegaron los de la funeraria, nos metieron en una habitación, sacaron álbumes con fotos de ataúdes, aquella escena fue aterradora, mi mente no podía tomar una decisión. Había hecho tanto por mi madre, pero elegir una caja para su descanso me pareció un acto imposible.

CAMINA PARA VIVIRDonde viven las historias. Descúbrelo ahora